Una vida plegada de problemas

Juan Manuel Guerrera
10 min readSep 10, 2021

“Algunas personas no enloquecen nunca. Qué vida verdaderamente horrible deben tener.”
Charles Bukowski

Mi vida es verdaderamente horrible. No tengo problemas.

Ni siquiera esa calamidad es un problema.

Cualquiera pensaría que miento o estoy equivocado. “¡Una vida sin problemas, qué más podría pedir uno!”. El desacuerdo parece sensato, pero déjenme insistir en que ninguna vida podría ser peor. Bukowski y yo lo sabemos.

Más allá del posible debate, lo importante es que he encontrado una respuesta a ese infierno. No me atrevo a llamarla solución, pues como dije no es la respuesta a un problema. Describirla justifica escribir estas líneas. Y conocerla justifica leerlas.

Después de cenar, bebo una última copa de buen vino. Lo acompaño con una barra de chocolate. Mientras paladeo la sabia combinación, escucho música tranquila con el volumen bajo. El alcohol y el azúcar van tomando mi cuerpo hasta llegar a los párpados. Cierro los ojos y voy cediendo al placer del cansancio hasta que no tengo más remedio que rendirme al sueño.

Voy a mi habitación, me acuesto y me duermo en pocos minutos. La cama es grande, el colchón es firme y la almohada es mullida. Las sábanas son suaves, las frazadas contenedoras. Tengo un caloventor muy silencioso. Pero sobre todo, tengo una enorme paz interior.

Durante la noche, no me despierto. Estoy lejos de la calle y los vecinos no hacen ruidos. Y si los hacen, no los escucho. No necesito ir al baño durante la noche, es decir, en ningún momento tengo que abandonar el mullido arropamiento de mi cama. A veces recuerdo lo que sueño y a veces no, pero nunca tengo pesadillas.

Por la mañana, no necesito un despertador. Eso no me impide levantarme temprano, solo, como si mi cuerpo supiera con exactitud el tiempo mínimo de sueño que necesita. Ya despierto, me desperezo con lentitud como una inmensa ola viajando por el océano. Remoloneo. Me revuelco felinamente de un lado a otro, mientras siento cómo la fiaca se desprende de mi cuerpo.

La habitación tiene una hermosa ventana que da al parque. Me gusta contemplarla antes de levantarme. No es raro que pueda ver palomas, zorzales y benteveos que van y vienen.

Una buena cantidad de años me llevó descubrir que mi normalidad es atípica. Las personas tienen una gran cantidad de problemas nocturnos. Para no extenderme demasiado, solo diré que — para empezar a hablar — padecen el reverso de todos los placeres que acabo de describir.

Cuando comencé a entrever la realidad, no podía ocultar la sorpresa. Se me notaba en la cara. Abría los ojos, la boca y fruncía el ceño. Terminaba por confesar a los demás que me parecía increíble lo que me estaban contando. ¡Qué desgraciados eran! Acto seguido, contaba mi propio caso, por lo general mucho menos interesante: no tenía ningún problema. Ni para dormir, ni ya levantado. Con el paso del tiempo, comprendí que mi transparente asombro era sentido por los demás como simple insensibilidad. Una falta de empatía de manual. Así era como, contra mi genuina voluntad, terminaba alejado de la gente. Debo confesar que no vivía ese estado de cosas como un problema. Más bien, se me representaba como una curiosidad.

La respuesta que concebí para afrontar esa singularidad podía resumirse de la siguiente manera: vivir problemas inexistentes. La definición era luminosa, un gran primer paso, pero todavía demasiado amplia.

Una aproximación inicial a esa idea consistía en referir problemas imaginarios. Dicho de otra forma, inventaba problemas en mi mente y los contaba como si fueran reales. Mentía. Había escuchado que muchas personas lo hacían, pero siempre tuve — y tengo — la certeza de que por otras razones. En teoría, se trataba de un camino que funcionaba bien, pero en la práctica resultó ser una experiencia demasiado pobre. No me generaba ninguna satisfacción idear barbaridades arbitrarias. “Ayer me caí de la escalera, por suerte salí ileso”, “He descubierto un hermano perdido, pero no me acepta”, “Todos los días sueño con un dragón que promete secuestrarme la próxima Navidad”. Mis chapucerías dichas así, en frío, no contagiaban credibilidad, ni afecto, ni empatía. La mentira lisa y llana, sin límites, aburría demasiado a los demás y a mí mismo.

En el otro extremo de posibilidades, encontré la obvia generación artificial de problemas verdaderos. Los problemas ahora sí existían, más allá de su origen ficticio. Las consecuencias de esos problemas pasaban a ser muy reales. Ya no inventaba que me había caído de la escalera, sino que me tiraba por los escalones. Las consecuencias resultaban muy vívidas. Luego de pasar horas en terapia intensiva, llegaba en muletas al trabajo y podía contar una historia harto palpable. Por supuesto, omitía decir que el accidente había sido inducido, pero el resto lo contaba con una gran expresividad. El efecto en los demás sí se producía. Sin embargo, una pierna rota era un precio demasiado alto por llegar a ese nivel de impacto. Digamos que autogenerar problemas reales tampoco me resultaba divertido.

Producto de mis cavilaciones, fui descubriendo que entre esos dos extremos crecía una riquísima variedad de posibilidades. Con el tiempo que provee la falta de problemas, fui explorando cada una de ellas y, como un catador inmortal, les dediqué pruebas y reflexiones. Por fin, llegué a concebir un abordaje que consideré propio y satisfactorio, si es que tal cosa resulta posible para alguien libre de problemas.

Se trata de plegarse a los problemas ajenos. Absorberlos, reelaborarlos y devolver una nueva versión, original y superadora. En lo posible, complementaria y no competitiva. Una que no eclipse la historia original, sino que se sirva de ella para correr los límites de la cuestión. Tal como lo hacen ciclistas o nadadores, significa chuparse detrás de quienes arrancan una carrera de problemas y, con la energía ahorrada, liderar una arremetida final que lleve a la cima del podio al flamante problequipo. Dicho de una última forma, hablo de parasitar la problestela que los demás van dejando tras de sí cuando narran sus interminables, recurrentes y grises problemas, con el noble objetivo de hacer un aporte cualitativo al cuadro final del relato dramático.

Entonces, si alguien hace un comentario sobre los ruidos del vecino y las consecuentes dificultades para conciliar el sueño, yo me monto sobre esa contrariedad. Me la adueño y la exploto en beneficio de mi propia búsqueda de un problema para contar. Respondo con mi historia personal sobre el tema, primero con timidez pero luego, ya ganada la confianza del otro, con insosegable determinación. A partir del relato ajeno, construyo una hermosa capa adicional de epopeya que se planta como una bandera en la cima del problemonte original. La historia del otro se confirma, pero también crece gracias a mi contribución. Así logro una memorable afinidad con ellos, los cimentadores fundamentales de las bases de mi relato. No solo me dan su aprobación, sino que también suelen regalarme su comprensión y hasta su hermandad.

“Sabés que a mí también se me cortó el gas el otro día. ¡El frío que pasé! Pero además, por si fuera poco, se me cortó la luz. Sí, ¡las dos cosas al mismo tiempo! ¡En pleno invierno! ¿En qué cabeza cabe? Imaginate, acostumbrado a tener la calefacción prendida todo el invierno, no tenía las frazadas a mano. Cuando me di cuenta que las necesitaba, ya no faltaba tanto para que suene el despertador y no valía la pena ir a buscarlas hasta el depósito en medio de la noche. O eso es lo que pensé, medio dormido. La cuestión es que casi me congelo. Ahora estoy super congestionado, ¡Seguro termino pescándome un resfrío!

Claro que nada de eso había ocurrido, pero de algún modo misterioso yo lograba vivirlo con enorme realismo. Como puede apreciarse, iba tan lejos como fuera necesario y no ahorraba ninguna humillación a la hora de narrar mi caso. Llegaba, inclusive, a utilizar expresiones imperdonables como “pescándome”.

Aunque la diferencia pueda parecer demasiado sutil, las historias no eran inventadas. Eso hubiera sido concebirlas desde la nada misma. Mucho más que una mentira, lo mío era una sofisticada forma de comprender a los demás. Gracias a ella, los conocía mejor, me acercaba a sus vidas y hasta me involucraba emocionalmente en sus vodeviles cotidianos.

Si los problemas nocturnos de las personas eran muchos, los del día parecían directamente interminables. La comida, la limpieza, el transporte, las cuentas, etc. Miles y miles de conflictos triviales para preocuparse, exteriorizar y conectar con los demás. Y esos eran únicamente los que yo llamaba operativos.

Un paso más allá se encontraban los problemas que bauticé como situacionales. Problemas excepcionales y temporales, no menos jugosos a la hora de plegarse a ellos, como trámites, tratamientos, viajes, etc. Dios mío. En general, mi transcurrir aproblemático me mantenía alejado de esos padecimientos, así que aprovechaba mi sangrante círculo social para plegarme y experimentarlos. Por ejemplo, aprovechaba la necesidad de viajar de los demás para proyectar alguna escapada que de ningún modo encararía por mi propia voluntad.

“No doy más. Si no me voy unos días ya mismo, exploto. Tengo la espalda a-la-mi-se-ria, toda contracturada. No, no, no… no sabés lo que es mi cuello. Y la cabeza, ni hablar [ubica los dos pares de dedos índice y mayor sobre las sienes]. Siento que me están dando con un taladro acá [lleva una mano hacia la nuca], en la parte de atrás. Te aviso, no sé si llego al jueves. Pero si llego, te juro por mi santa madre que en paz descanse que ese mismo día, cuando llegue a las termas, me meto en el agua caliente y no salgo hasta el domingo.”

Efectivamente, yo llegaba a las termas y sumergía mi cuerpo sano en las aguas curanderas, de jueves a domingo. Las disfrutaba en serio, más allá de que mi situación objetiva no fuera para nada terminal. De algún modo, no solo vivía los problemas fingidos, sino también la satisfacción de las respuestas que les daba. Mis palabras se volvían una especie de guante gamuzado, en el cual introducía mi vida entera como una mano. Lo hacía con cuidado, pero sobre todo con placer. Mi cuerpo apoyaba sus terminales nerviosas sobre la pared interior de ese vientre y la magia de la conexión me convertía en un viajero extasiado descubriendo tierras vírgenes. También disfrutaba el rastro nostálgico del después, quiero decir, el recordar con orgullo la toma de las “medidas imprescindibles para no explotar”. Vivía un trance de realidad virtual, pero avanzadisimo, todavía inconcebible para la ciencia moderna.

Agotados los problemas situacionales, los que titulaba personales eran el siguiente escalón. La vocación, el trabajo, las relaciones, etc. Abundantísimos, mágicos, exponenciales.

[Mira hacia abajo, cabizbajo, y hace un silencio. Luego, por fin habla.] “Estoy en la misma. Mi novia quiere dejarme. No puedo entenderlo. Nos llevamos bien, no hay grandes conflictos, pero ella dice que necesita algo más. Me habla de aventuras, de descubrimiento, de lo inesperado. No la entiendo, te juro que no la entiendo. No puedo seguirla. No sé qué voy a hacer, me estoy volviendo loco.” [Se agarra la cabeza y amaga con quebrarse.]

Detallar las aristas del plegamor demandaría un libro entero. Por eso solo voy a limitarme a mencionar que este universo abría la puerta a la última y más elevada categoría de problemas. Los existenciales. A la hora de efectuar un pliegue, en este plano no existía la palabra límite. El plegador podía aspirar a la creatividad total. El pliegue pasaba de ser una mera técnica problematoide a convertirse en una verdadera expresión artística.

Después de todo, el arte es una de las pocas formas de abordar lo existencial, lo metafísico, aquello que es demasiado importante.

“Nada tiene sentido. Me resulta muy difícil evadir esa convicción. Ojalá pudiera creer en algo, aunque más no fuera una religión. Y mirá que lo intento, eh. Me meto en cualquier tipo de grupo, aunque esté lleno de desesperados. Voy a las reuniones, me aprendo los rituales, hago aportes de dinero. Pero no logro engañarme, siempre regreso a mi escepticismo más atroz, a la idea de la muerte más definitiva. Aún eso podría soportar, si no fuera por este sufrimiento que llevo encima y no me da tregua. Un padecer constante que no conduce a ninguna parte, o mejor dicho, que solo conduce a la certeza de la muerte. Una y otra vez, como tratando de escapar de un embudo, me pregunto qué sentido tiene esperar tanto. Para qué tolerar durante años esta tortura que me lleva siempre al mismo final sin remedio. Te lo digo más claro: no encuentro razones para no darme el balazo ahora mismo.”

Llegado a este punto del relato, está claro que soy un trastornado. Me delata mi carencia de problemas naturales, pero también mis métodos para sobrellevarla. Mirando el otro lado de la moneda, puedo afirmar también que soy un artista. Un escritor. Uno malo si se quiere.

Condenado a la búsqueda eterna de la precisión de las palabras, agregaría que recién ahora me acepto como un escritor consumado. Antes no era más que un proyecto. Resulta muy difícil ser un verdadero artista cuando no se tiene un mísero problema. Hasta hace poco, solo podía escribir sobre cuestiones inventadas. Cada vez que terminaba una nueva obra, la enfrentaba en silencio e intentaba descubrir algún sentimiento dentro de mí. No encontraba nada. La gente leía mis obras sin pena ni gloria. Algunos se proyectaban a sí mismos en ellas y me felicitaban. Creían ver en mí una persona viva, libre e intensa.

Por suerte, eso ha cambiado. Se lo debo a la técnica del plegado, la cual he incorporado a mi proceso creativo. Gracias a la experiencia acumulada en el mundo de los problemas, cierro los ojos y viajo al interior neblinoso de mis lectores. Como un piloto experimentado, sobrevuelo sus vacíos existenciales y aterrizo con delicadas maniobras sobre sus almas. Almanizo y camino sobre la fragilidad de esos campos crocantes. Cuando encuentro un terreno que me parece fértil, me acuesto boca abajo y lo abrazo. Hundo mis manos y mi rostro en esas arenas inhaderentes que lo cubren. Me nutro hasta la embriaguez. Embebido de una íntima comprensión, escribo en primera persona sobre los amos de ese suelo.

“No tengo la menor idea de qué hacer con mi vida. Mi conciencia me lo recuerda a cada instante. No tengo momentos de paz. Ni cuando me levanto, ni cuando me acuesto, ni cuando me doy una ducha caliente. El asedio se transforma en agobio, sobre todo por la realidad que me revela. Intento mantenerme ocupado, distraído o estresado. Me junto con otras personas, aunque las desprecie. Miro la televisión al azar. En Internet, sigo la vida de personas que no conozco o, peor, en las que no creo. Leo muchísimo. Me aferro con desesperación a la pérdida de tiempo que son los autores contemporáneos. En la búsqueda estéril de inundar el fuego del sinsentido, les permito viciarme la cabeza con su intrascendencia. Algunos hablan sobre estos mismos temas, diría que inclusive con estas mismas palabras.”

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Juan Manuel Guerrera

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