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Juan Manuel Guerrera
13 min readMar 6, 2024

“Algún día, que quizá nunca llegue, te pediré que hagas algo por mí.”
Don Corleone, en diálogo con Bonasera

El soñado viaje a Italia de Francesco Di Natale no comenzó bien. Al presentarse junto a su esposa Lidia en el mostrador de la aerolínea para despachar el equipaje, un joven con fuerte acento italiano lo interrogó a fondo sin siquiera levantar la mirada del monitor.

La primera parte del interrogatorio fue con respecto al equipaje. El joven no solo hizo las preguntas protocolares de rigor, esas que buscan confirmar si uno no lleva armas o bombas, sino que además pesó cada una de las piezas y le informó que una de las valijas excedía el peso permitido. Francesco no tuvo más remedio que abrir la valija, sacar la pesada campera y ponérsela, ante la mirada impaciente de los pasajeros que aguardaban en la fila de espera. El calor en Ezeiza era insoportable.

El interrogatorio continuó en relación a la documentación. Con el argumento de evitarle problemas en el aeropuerto de Roma, el joven de la aerolínea italiana le exigió no solo el pasaporte y los pasajes, sino también el seguro médico, el itinerario y hasta el detalle del dinero con el que contaba. Francesco accedió a todos los requerimientos sin objeciones, pero también con creciente fastidio.

“Tranquilo, no pasa nada”, buscó tranquilizarse Francesco mientras contemplaba el proceder autómata del joven de la aerolínea. “Es solamente un pobre pelotudo, un pelotudito”, argumentó para sí mismo. Lidia contemplaba la silenciosa escena con preocupación.

La documentación de Francesco y su esposa estaba en orden, así que pudieron proceder sin inconvenientes hacia las puertas de embarque. Los controles de migraciones y de seguridad pasaron sin mayores contratiempos. Con la tranquilidad que otorga atravesar esas instancias en tiempo y forma, el matrimonio argentino se dispuso a relajarse en la sala de espera.

Francesco tenía cincuenta y cinco años. Sus padres habían venido de Italia durante la posguerra. “Durante las semanas previas a emigrar, solo tenían un huevo para comer por día, Lidia, un mísero huevo”, le había contado mil veces la historia. Lidia era argentina, de linaje variado, un producto típico del famoso “crisol de razas” argentino.

Cuando el embarque se habilitó, Francesco vio al mismo joven que lo había interrogado aparecer en el mostrador de embarque. Una calurosa ira italiana se le fue despertando en el cuerpo, al punto que tuvo que sacarse la campera y cargarla bajo el brazo. “Lidia, si me dice algo terminamos a las trompadas, así que preparate”, le dijo con voz tensa pero contenida a su esposa. Por suerte para todos, esta vez el joven no presentó reparos.

Al ingresar al avión, la tripulación evidentemente italiana los recibió en idioma inglés. Francesco hablaba muy poco de ese idioma, pero sí un casi digno italiano. Estaba orgulloso de eso y esperaba no solo poder utilizarlo durante el viaje sino también perfeccionarlo. Respondió a la tripulación con un saludo genérico en italiano, pero el piloto y sus asistentes lo ignoraron. En cambio, continuaron saludando sin ganas a los pasajeros que venían detrás. El siguiente intento de utilizar el italiano fue con las azafatas, pero tampoco fue correspondido. Las jóvenes italianas le contestaron directamente en español, abortando de manera prematura los amigables intentos de Francesco. Los jóvenes italianos le daban la espalda.

Las cosas no mejoraron al llegar al aeropuerto de Fiumicino. Bajaron del avión y atravesaron largos pasillos que los condujeron al área de migraciones. Allí vieron los carteles que separaban el mundo en tres áreas muy definidas. En primer lugar, los ciudadanos europeos, quienes podían pasar directamente por los accesos automatizados. En segundo lugar, los ciudadanos de un selecto grupo de países desarrollados (Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Japón y Corea del Sur), cuyos gobiernos habían alcanzado algún tipo de acuerdo mutuo con las autoridades europeas para facilitar el acceso. Y por último, el resto del mundo. Los pobres.

“Tiene que haber una equivocación”, pensó Francesco. “¿Y por dónde pasamos los ciudadanos de la República Argentina, la Hija Dilecta, el país no italiano más italiano del mundo, la tierra prometida donde millones de italianos habían encontrado refugio, en momentos en que el hambre-soga apretaba los cuellos sin piedad y ni la propia Italia podía darles un hogar?”

Francesco y su esposa permanecieron parados durante unos instantes frente a las filas divergentes. Un joven italiano con pechera amarilla se acercó a asistirlos y les preguntó en inglés por el país de origen. “Argentina”, contestó el matrimonio. “Por aquí, por favor”, señaló el joven la fila del resto del mundo.

Francesco hubiera preferido quedarse ahí, tratando de explicarle al joven que eso no podía ser, que había alguna clase de malentendido. Y que si no lo había, entonces el malentendido era todavía más grande y no habría más remedio que requerir presencias más importantes, como las del aeropuerto o las del país mismo. Pero el frenético dinamismo del aeropuerto lo empujó a caminar en la dirección que el joven le indicaba, como si el flujo de personas delante y detrás lo arrastraran.

La fila del resto del mundo era lenta e interminable. Iba y venía dentro de un laberinto de postes y sogas, de modo que Francesco podía ver pasar de frente a todos los que tenía delante y detrás. Vio rostros y ropas que consideró extranjeros. Él no creía pertenecer a esa fila. Levantó la cabeza y vio cómo los italianos, con quienes sí se identificaba, pasaban sin detenerse por los puestos automatizados. Del otro lado, vio la fila corta y ágil de los ciudadanos más ricos del mundo. “Pero la puta madre, Lidia, explicame qué hacemos en esta fila. Nosotros somos italianos, dejame de joder. La única diferencia es que tenemos un papel que dice Argentina. Qué hacemos con toda esta gente.”

Cuarenta minutos después, llegaron al mostrador del oficial de migraciones. Francesco estaba de muy mal ánimo, pero hizo un gran esfuerzo por disimularlo y saludó en italiano. El oficial no contestó. Extendió la mano para recibir los pasaportes y, sin mirarlos, los interrogó en inglés. Cuando los miró, fue solo un instante, de compromiso, para comparar las fotos de los pasaportes. El resto de la conversación fue en un tono que bordeaba la prepotencia, con preguntas de todo tipo, en parte parecidas a las del joven del aeropuerto de Ezeiza. Cuando llegaron al tema del dinero, Francesco confirmó que tenían la cantidad reglamentaria para solventar la estadía en Europa. Ante la insistencia del oficial, detalló el monto y especificó que lo portaba en efectivo. “¿En efectivo?”, se sorprendió el oficial. “Así es, en Argentina tenemos muchos problemas económicos y no podemos confiar en las tarjetas de crédito o débito”, explicó Francesco con su esforzado italiano. “Muéstreme el dinero”, ordenó el oficial en inglés. Francesco lo miró fijo. “¿En serio me vas a hacer sacar la guita acá, delante de todos, la puta madre que te parió? ¿No ves que me llamo Francesco Di Natale y que también soy italiano?”, pensó mientras apretaba los dientes. El oficial permanecía inmutable, sin dejar de mirar la computadora. Luego de unos segundos, con movimientos fastidiosos, Francesco se sacó la camisa del pantalón y se aflojó el cinturón. De abajo del pantalón, extrajo una especie de riñonera que tenía un sobre y de él sacó un fajo de dólares estadounidenses. De mala gana lo tiró arriba del mostrador, como quien paga una costosa apuesta perdida. El oficial miró el fajo unos instantes, sin tocarlo. “Muy bien, puede guardarlo”, le dijo. Mientras Francesco volvía a acomodarse el dinero en el pantalón, el oficial terminó de ingresar la información al sistema. Acto seguido, selló los pasaportes, los depositó sobre la mesada y sin molestarse en saludarlos se dispuso a atender a los viajeros que venían detrás.

La pequeña puerta lateral se abrió automáticamente. Francesco y su esposa la atravesaron caminando y, antes de llegar al freeshop, se detuvieron para acomodar los papeles. Francesco hervía de indignación. “Mirá cómo nos tratan estos tipos, Lidia, como a unos pordioseros, como si fuéramos los bárbaros más remotos y miserables del imperio romano. A nosotros, sus primos, que tenemos la misma sangre, que durante el siglo pasado les salvamos las papas del fuego a los muertos de hambre de los abuelos y bisabuelos que tenemos en común. No se puede creer, Lidia, es una absoluta falta de respeto.”

Cargando más la irritación que el equipaje, del aeropuerto se dirigieron al tren que los llevaría al centro de Roma. El viaje no aplacó a Francesco. Por el contrario, trajo a su hijo Adriano a la reflexión. “Al final, Adri tenía razón cuando se quejaba del consulado italiano por el tema de la ciudadanía. Y pensar que yo nunca le creí, que siempre me burlaba de él y le decía que exageraba, que su problema era pertenecer a la generación de cristal. Pero no, claro, el pibe tenía razón, son unos garcas. Lo volvieron loco con los turnos, con los papeles, con los sellos de La Haya y no sé cuántas cosas más. Y se lo hicieron sabiendo que sus primos hermanos ya tenían la ciudadanía. Realmente no se la querían dar. Ahora lo entiendo”, reflexionaba mientras veía pasar la campiña romana a cien kilómetros por hora.

Cuando estaban llegando a Roma Termini, el tren comenzó a bajar la velocidad y le dio tiempo a Francesco de apreciar las inmediaciones. “Mirá lo que es la llegada a la estación, Lidia, una mugre. El pasto crecido, las paredes pintadas, basura en cada rincón, todo hecho pelota. Son unos mugrientos estos, Lidia, mirá, peor que allá. Ni siquiera la entrada a Constitución está tan mal. Y eso que está hecha mierda, como nosotros”.

La relación de Francesco con Italia estaba al borde de la ruptura definitiva. “Canallas”, dijo en voz baja antes de bajar del tren.

Los días en Roma no trajeron reparación al corazón herido de Francesco. “Mirá lo que es esta ciudad, Lidia, está muerta, todo abandonado, con olor a basura por todos lados, dejate de joder”. El Coliseo, el Foro Romano o la Fontana di Trevi no lograron conmoverlo. “Demasiado turístico, Lidia, es una porquería esto, una verdadera prostitución del patrimonio cultural”. Ni siquiera la comida se salvaba. “Una merda, Lidia, una merda, mirá lo que es esta pizza chiquita, finita, no tiene nada de queso, pero qué pasa acá, ¿todavía no se acabó la guerra?”. Y ni hablemos de las pastas. “Fideos, Lidia, son fideos, quince euros un plato de fideos. Unos verdaderos ladris. Ma che pasta alla gricia, fideos con una miseria de queso y cerdo picado. Ma che pasta all’amatriciana, es lo mismo pero con salsa de tomate. Ma che pasta cacio e pepe, fideos con pimienta y queso, una penuria. Ma che pasta alla carbonara, lo mismo pero con huevo. Es una farsa, Lidia, una ficción montada por los mismos italianos que todos los ingenuos de Europa compran. Pero a nosotros no nos van a meter tan fácil este gato por liebre”. Con respecto al helado, Francesco fue un poco menos descalificatorio. “Helado, Lidia, ma che vero gelato italiano. Helado y punto”. “Una medialuna pero recta”, dictaminó lacónico cuando probó los cornetti.

Lidia, por su parte, disfrutaba de la libertad de tener antepasados de diferente origen y solo al nivel de sus abuelos. Una de España, otro de Italia, otra de Paraguay y otro criollo. Su identidad no estaba tan dramáticamente enlazada con un solo lugar como la de su esposo, cuyos padres y abuelos eran todos nacidos en Italia. Su actitud frente a la bronca generalizada de Francesco oscilaba entre la contención comprensiva y la sordera fingida. No estaba dispuesta a dejarse arruinar el viaje por las rabietas de su esposo. Y venía sosteniendo esa estrategia con gran éxito.

Nápoles representó un descanso para la conflictiva relación de Francesco con Italia. Allí todos amaban a Maradona, a la Argentina y a los argentinos, pasados, presentes y futuros. Punto. “Así tiene que ser, Lidia, gente agradecida, cariñosa y expresiva. ¡Nápoles es el eslabón perdido entre la vera Italia y este engendro con el que nos hemos encontrado desde que salimos de Ezeiza!”, explicaba efusivo Francesco mientras golpeaba el escritorio del cuarto del hotel.

Los napolitanos no solo reaccionaban del modo en que Francesco había estado esperando, sino que hasta parecían buscar a los argentinos. En cualquier esquina, establecían contacto casual, se interesaban por el origen de los visitantes y, al descubrir que la respuesta era Argentina, estallaban en gestos de alegría y se señalaban la piel de gallina mientras hablaban de Maradona.

Es cierto que la emoción napolitana se reducía al caso Maradona. A nadie le importaba la primera ola de inmigrantes, ni la segunda, ni la tercera. Ni el hambre, ni las guerras, ni hacer la América, ni los inmigrantes, ni la Patria Dilecta, ni los primos argentinos, ni las papas sacadas del fuego, ni nada más. Solo Maradona. Francesco era consciente de esta limitación, pero aun así se permitía dejarlo pasar, hacer la vista gorda. Era un hombre golpeado en algo tan sagrado como sus raíces y creía merecer un poco de reposo, aunque fuera uno superficial.

El desinterés italiano por la Argentina no era una cuestión personal. Estaba inscrito en una situación mucho más amplia y general. Así lo interpretaba, o lo quería interpretar, Francesco. “A los italianos no les importa absolutamente nada, excepto la comida. No les importa Europa, ni Argentina, ni mucho menos el resto del mundo. No les importa la historia, ni el pasado, ni los antepasados. No les importa la tecnología, ni la inteligencia artificial, ni el futuro. Solamente les importa la comida, il cibo, más específicamente la próxima comida. El origen de la pasta, el origen de los tomates para hacer la salsa y el origen del vino para acompañar. Y las mujeres, en el caso de los hombres. Nada más.”

En esa línea reflexiva, Francesco se esforzaba por interpretar que “a fin de cuentas, cagarse en todo es parte esencial del ser italiano, Lidia”. Él no quería estar enojado con Italia, ni con los italianos. Eran ellos quienes lo habían empujado a ese indeseable lugar. “¿Acaso los argentinos, en la justa proporción de nuestros genes italianos, somos así también? No lo creo, Lidia, a mí me parece que somos un poco más empáticos, más integradores, más chamuyeros si querés. Yo no te pido que les importemos, pero que nos mientan un poco, que nos endulcen un poco el oído y que hagan un mínimo reconocimiento de cómo les sacamos las papas del fuego el siglo pasado. Dejate de joder”.

La amistad superficial de los napolitanos no significó que Francesco bajara la guardia con respecto a la comida. No iba a ceder esa colina clave con facilidad. “Flojita, Lidia, muy flojita, mirá toda la masa que tiene en el borde”, señaló desaprobatorio cada vez que se sentaron a comer la famosa pizza napoletana. Sobre el café, concluyó que “como todo acá, es de proporciones mezquinas”. Además, “se sirve frío y, lo peor de todo, los vasitos del café latte no tienen asaderas ni encajan correctamente dentro del hueco del plato”. Una de las mayores concesiones del viaje la hizo con respecto a las sfogliatelle. “Esto está muy bien”, dijo solo una vez, mientras asentía con la boca llena.

La llegada a Sicilia significó retomar el camino de agresiones cruzadas entre Francesco y la bella Italia. Mitad en broma y mitad en serio, los sicilianos no se consideraban italianos. “A ver si nos dejamos de joder, Lidia, que hablen un dialecto aberrante no significa que no sean italianos. Y en cualquier caso, me importa un cazzo. ¿Cuántos sicilianos recibimos, un millón?”.

El primer detonante del nuevo capítulo de desencuentros sucedió apenas dejaron el aeropuerto de Catania y salieron a la ruta a bordo de un micro que los llevaría a la ciudad. Los carteles que daban la bienvenida a los visitantes estaban en inglés, en francés y en alemán. El español brillaba por su ausencia. “Esto no se puede creer, ¿y estos bachicha quiénes se creen que son? ¡Mamma mía, Lidia, mamma mía!”, repetía Francesco ante cada cartel, lo señalaba y luego cerraba los ojos, juntaba las palmas de las manos a la altura del pecho y las movía arriba-abajo en claro gesto de incomprensión. Idéntica afrenta ocurría en el hotel donde se hospedaban. Los carteles informativos estaban en esos mismos idiomas. “Yo no pretendo que nuestro idioma aparezca con una banderita argentina, como debería ser, pero tiene que estar, Lidia, con una banderita de España si no queda otra”.

La misma desazón experimentaba Francesco cuando pasaban frente al resto de los hoteles y en la fila de banderas flameantes nunca estaba la argentina. Estaban por supuesto la alemana, la inglesa, la estadounidense, las escandinavas y todas aquellas que representaban el principal flujo de turismo hacia los hoteles sicilianos. “Está la bandera brasileña, Lidia, no se puede creer… esto es humillante”.

La impotencia de Francesco no hizo otra cosa que volver a canalizarse en críticas hacia lo único que podía herir a un italiano, estamos hablando por supuesto de la comida. “Estos caraduras hacen los mismos fideos de mil formas, le ponen un nombre distinto a cada uno y te lo venden como un plato único. Y encima se ofenden si los confundís o decís que son lo mismo”. Sobre el típico vino tinto Nero d’Avola, su opinión fue categórica: “vino”. Cuando probó los famosos cannoli siciliani, aprobó con la cabeza, pero no regaló ni una sola palabra. No iba a hacerle semejante favor a “estos campesinos”, de ese modo llamaba a los sicilianos.

Con el progreso de los días, las descalificaciones despechadas de Francesco hacia Italia fueron encontrando un punto de equilibrio. El viaje fue llegando a su fin. Francesco voló junto a su esposa desde Sicilia a Fiumicino y ahí mismo se quedaron para emprender el regreso a Buenos Aires. “Por suerte no tenemos que volver a pisar Roma, Lidia, quella morta che parla”, celebró. Estaba claramente deseoso de terminar con el viaje y regresar a casa. “Le voy a decir a Adri que no invierta un segundo más en el tema de la ciudadanía. No se pierde de nada, con un mes de vacaciones ya le sobra.”.

Esta vez sin inconvenientes, pasaron por el check in de la aerolínea, la seguridad del aeropuerto y migraciones. Nadie les preguntó nada, a nadie le importaba retenerlos. Un único momento volvió a sensibilizar a Francesco. Fue cuando tuvo que ubicarse en la excesiva cola “mundial” para pasar por migraciones. “Estamos en la B, Lidia, estamos en la B…”, dijo pasmaniamente con ojos un poco tristes. La debilidad fue fugaz, porque de inmediato frunció el ceño y la fuerza que a veces acompaña a la frustración le volvió a tomar el rostro. “Resto del mundo, las pelotas”, murmuró varias veces mientras permanecía estancado en la fila. “Maradona, Messi, el Papa…”.

Durante los últimos minutos en suelo italiano, Francesco se mostró particularmente reflexivo, ante la mirada silenciosa de su esposa. Finalmente, emitió una conclusión definitiva: “Ya van a volver estos rufianes, Lidia. Más temprano que tarde, cuando Europa se prenda fuego con los rusos, con los musulmanes o con los alemanes, o con todos juntos. Ingrati.”

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Juan Manuel Guerrera

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