¡Feliz denuncia penal!

Juan Manuel Guerrera
16 min readFeb 21, 2022

No fue fácil recibir la noticia. Mi familia había decidido excluirme de la cena navideña de 2021 por no estar vacunado contra el Covid. La decisión no había surgido del éter cósmico, sino que tenía su adecuado marco social. Los mismos «expertos» que nos habían prometido que el virus no llegaría a este rincón del mundo, que no hacer ejercicio al aire libre nos protegería del virus y que la cuarentena duraría unas pocas semanas, ahora recomendaban no juntarse en las fiestas con personas no vacunadas, al tiempo que impulsaban la implementación de un «pase sanitario» para una creciente cantidad de actividades.

La encargada de hacerme llegar la mala nueva fue mi madre. Por cierto, una digna representante de los ciudadanos de la República Unitaria de Mosquera, nuestra querida patria. La primera conversación con ella fue telefónica y breve. El cruce de Navidad y Covid era un tema delicado (para ella y para el resto de mi familia), así que acordamos conversarlo cara a cara, esa misma tarde, en la plaza de nuestro barrio.

Desde el comienzo de la pandemia, mi madre no había vuelto a admitirme en su casa. Para mi corazón también era mi casa, pues yo había vivido allí mi infancia y mi adolescencia. Durante casi un año, por las restricciones oficiales primero y por decisión de ella después, no había podido ver a mi madre. Dos años después, todavía seguía sin poder abrazarla. A pesar de haberse aplicado la «vacunación completa», mi madre no se sentía segura.

El caso de mi padre era todavía más dramático. Había muerto por Covid a comienzos del año, cuando las vacunas ya debían haber estado disponibles para los grupos de riesgo. A decir verdad, había muerto por fumar durante cuarenta años. Debido a disposiciones oficiales, no pudimos velarlo. Más allá de mi tristeza natural, su partida no me resultó del todo inesperada. De algún modo, me había preparado para ese momento. Además, mi padre era un hombre sabio que ya había hecho las paces con la muerte. «¿Pero cuánto tiempo quieren seguir viviendo?», contestaba cuando le contaban entre lamentos sobre la muerte de algún conocido de su edad. En cambio, sí me conmovía la inesperada e injusta soledad de mi madre, quien iba a tener que atravesar el resto de la pandemia con este dolor.

Así estaban las cosas cuando llegué a la plaza para encontrarme con mi madre. Hacía mucho calor y el espacio estaba desolado. Los juegos se veían despintados y viejos. El pasto estaba sin cortar. Fui hasta el banco donde nos encontrábamos siempre. Lo limpié un poco y me senté. A lo lejos, la vi llegar caminando, muy despacio, dejando traslucir una gran fragilidad. Pensé en el inevitable paso del tiempo. Venía en la más absoluta soledad, pero traía el barbijo puesto.

Pude identificar el momento en que me reconoció. La vi sonreír en los ojos, como un reflejo. Hasta que llegó al banco, mantuvo la mirada de ilusión sobre mí. Se sentó a mi lado, se sacó el barbijo y me dijo «hola». «Dios mío», pensé, pero me pareció mejor no volver a mencionarlo. La mezcla de miedo y confusión que tenía mi madre me generaba una enorme tristeza.

No era para menos. Las recomendaciones, regulaciones y protocolos no paraban de multiplicarse y cambiarse, casi a diario, hasta el punto de enloquecer al más brillante contador. Qué quedaba, entonces, para mi madre.

Tampoco debía sorprender que mi madre pudiera tener interrogantes sobre las vacunas, tal vez inconscientes o secretos. Después de todo, habían sido desarrolladas a contrarreloj y autorizadas de emergencia, saltando todos los procedimientos establecidos hasta el comienzo de la pandemia. Y las segundas dosis se habían aplicado fuera del tiempo recomendado por los laboratorios. Y se habían mezclado vacunas diferentes, otro procedimiento cuestionable también aprobado de emergencia. Y ahora parecía que la «vacunación completa» no era suficiente, sino que era necesario aplicarse una tercera dosis. Y de hecho, ya se había comenzado a hablar de una cuarta. Y si se tenían que seguir mezclando vacunas, que se mezclaran. Todo esto mientras se le daba la espalda a la inmunización natural de los ya contagiados.

Sin embargo, tal vez los interrogantes no tuvieran que ver con las vacunas, sino con las autoridades. Las mismas que, por negocios y política, habían descartado una parte de las vacunas disponibles y, en cambio, habían adquirido aquellas con menos garantías. Las mismas que se habían saltado la fila para vacunarse, ellas y sus allegados, antes que los grupos de riesgo. Las mismas que se habían autodeclarado esenciales y se habían autoexcluido de la mayoría de las restricciones. Y las mismas que habían violado esas pocas restricciones que les quedaban, organizando eventos masivos y fiestas privadas. Las mismas. Esas que dirigían el aparato represivo del Estado, con epicentro en el Norte feudal, produciendo miles de abusos y decenas de muertes de las que, increíblemente, nadie hablaba. Eso para no mencionar la gestión general de la pandemia, basada en una feroz campaña del miedo, que había destruido cientos de miles de empleos, cerrado las escuelas durante casi un año y forzado a las personas a quedarse en su casa — en el caso de tener una — aun si eso implicaba padecer el hacinamiento o la violencia doméstica.

Sí, tal vez y solo tal vez, esas cuestiones le generaban a mi madre alguna clase de inquietud. Y si así era, ¿acaso alguien podía juzgarla o exigirle que no tuviera dudas? Y si no, ¿no valía lo mismo para el resto de las personas? Y si sí, ¿alguien podía juzgarlas por pedir más información o por tomar la decisión de esperar para vacunarse?

Algo sí era claro. Seguir confiando en semejante política sanitaria no era fácil. Por el contrario, era una mastodóntica exigencia de la voluntad. Y mi madre — y muchos otros — estaba dispuesta a afrontarla. Ya había llegado hasta aquí y así seguiría hasta el final. Continuar vistiendo anteojeras podía resultarle duro, pero evidentemente le resultaba más difícil juzgarse equivocada, admitirse dócil, tal vez reconocerse como una cobarde.

¿Yo? Yo también me había equivocado. Había reconocido cada uno de mis errores a su debido tiempo, incluyendo el presente. Por mi naturaleza optimista y diplomática, había concedido demasiado crédito a muchas de las medidas irracionales que se habían impuesto. A mí favor, puedo decir que nunca dejé de contrastarlas con mi propio juicio. Me esforcé en escuchar las voces críticas, muy minoritarias por cierto, casi inaudibles en medio del generalizado fervor controlador. No sin esfuerzo, por lo general tarde, admití mis interpretaciones erradas y ajusté con humildad mis posiciones. Traté de hacerlo en voz alta, para que no hubiera dudas de mi buena fe y para no privar a los demás, también, de la posibilidad de corregirse.

No se me debe malinterpretar. A pesar de los interrogantes, yo celebraba el desarrollo de las vacunas en tiempo récord y las consiguientes aprobaciones de emergencia, pues se trataba de un alivio fundamental para los grupos de riesgo. Había recomendado su aplicación a mis padres y volvería a hacerlo. De haber tenido ochenta años, también me las hubiera aplicado. Sin embargo, eso estaba muy lejos, lejísimos, de admitir la vacunación por la fuerza. La decisión debía ser personal, basada en un análisis propio de riesgo-beneficio. Yo no era antivacunas. Había tenido que explicarlo una y otra vez. Sin ir más lejos, la semana previa a la Navidad me había aplicado la vacuna contra la hepatitis A. ¿La tenían aplicada en mi familia? ¿Y la de fiebre amarilla, tifoidea, rabia, gripe, neumonía, etc.? ¿Era válido discriminarlos por eso? ¿Ameritaba implementar un pase sanitario para averiguarlo y decidir al respecto?

Yo no era grupo de riesgo. Punto. Las probabilidades de morir por Covid eran extremadamente bajas. ¿Por qué debía correr a vacunarme cuando consideraba, con argumentos, que la vacunación implicaba riesgos? Sin dudas, la creciente presión social y estatal para que me vacunara no ayudaba a convencerme.

Uno debía vacunarse para cuidar a los demás. Este era el último argumento de los comprometidos paladines de vacunar al prójimo. Las personas debían asumir riesgos sobre sí mismos, en contra de su voluntad, para — supuestamente — proteger a los demás. El argumento, de por sí, me resultaba peligroso. ¿Quién determinaría en el futuro, ante situaciones cuestionables como esta, el alcance del difuso «cuidar a los demás»? Pero más allá de ese debate filosófico, ni siquiera el argumento de la contagiosidad era cierto en este caso: a pesar de las afirmaciones y promesas, las vacunas no prevenían los contagios y eso había quedado demostrado los últimos días, cuando la famosa variante Ómicron había contagiado a medio mundo. Hasta la misma OMS lo había admitido, si es que su palabra tenía algo de valor a esta altura de los acontecimientos.

Quizás el caso más demencial fuera el de los niños. La mortalidad por Covid en un niño era inferior a la de un adulto vacunado. Aun así, no solo se promovía su vacunación, sino que se lo hacía con vacunas sin estudios pediátricos publicados. Además, se los seguía sometiendo a micro-protocolos y barbijos en las escuelas, mientras el mundo adulto se movía con absoluta libertad en restaurantes, bares y estadios. Por primera vez en la historia, los niños debían sacrificarse, sin fundamentos, por los adultos. Un enfoque verdaderamente miserable.

En resumen, me resultaba inadmisible que alguien se arrogara el derecho de presionar a los demás para que actuaran contra sus convicciones, especialmente cuando había tantos cuestionamientos sobre la mesa. Esto valía para mí, pero también para los demás. Más que la noble búsqueda del bien común, el accionar coercitivo de la mayoría me parecía el corcoveo espasmódico de una manada asustada.

Había un ejercicio que me gustaba realizar. Se trataba de transportarme hasta el futuro e imaginar que, luego de tantos apuros y emergencias, descubríamos que algo había salido mal. En ese momento, nos preguntábamos cómo algo así podía haber pasado. Mirábamos hacia atrás y repasábamos los hechos. Y entonces llegábamos a la conclusión inevitable: «Y sí». ¿Cómo habíamos dejado pasar tantas irregularidades? ¿Cómo habíamos confiado en que la simple buena suerte nos salvaría? ¿Cómo pudimos ponernos en manos de tantos impresentables? La respuesta era de manual: el miedo lo justificaba todo. ¿Era entendible? Por supuesto. ¿Nos eximía de las consecuencias? Claro que no. La repetición de este viaje al futuro me ayudaba a ampliar mi perspectiva y ganar confianza en mis propios argumentos.

Palabras más, palabras menos, eso fue lo que le dije a mi madre en la plaza. Ella me miraba desconcertada. No estaba seguro de que me siguiera el hilo argumental. Ni siquiera de que me estuviera escuchando. Quizás se había perdido en el derrotero de mi razonamiento. Su atención estaba más allá de mí, a mis espaldas, como si buscara sobreponerse al presente de mis palabras y llegar por fin al momento de mi partida, cuando las malas noticias ya hubieran sido comunicadas. Mientras la miraba, y ella permanecía estática, me preguntaba si su boyante aturdimiento era ante mí o ante sus propios cuestionamientos. Sin dudas, ella los tendría, como todos, aunque no estuvieran en la superficie de su conciencia, aunque prefiriera la comodidad de mantenerlos archivados en el sótano.

Qué difícil, qué difícil era congeniar las conclusiones del propio pensamiento cuando entraban en conflicto con los «expertos», con las autoridades, con las mayorías.

Estiré mi brazo y, con sumo cariño, la empujé con dos dedos a la altura del hombro. Me miró. Vi en ella una mezcla de incomprensión e impotencia. Abrió la boca e intentó hilvanar una explicación que, como un embudo, terminaba siempre en las recomendaciones de su médico, de los médicos en general y de los «expertos». Casi al borde del llanto, me confesó estar asustada. Lo mismo ocurría con el resto de la familia; con la tía Norma y el tío Roberto. «No es personal», me dijo como conclusión.

Según mi madre, la decisión de excluirme de la cena navideña no había sido de ella, sino de «la mayoría». A pesar de mi insistencia, se negó a detallar cómo se componía ese cuerpo o cómo se había llevado adelante el proceso democrático de expulsión. Las veinte personas involucradas estaban vacunadas. Yo las conocía y pude hacerme una idea de cómo se había construido esa voluntad deportadora. Nadie es inocente de sus decisiones, pero no los juzgué. Después de todo, los quería. Mi madre también se negó a explicitar cuál había sido su postura, es decir su voto, aunque se encargó de remarcar que la decisión adoptada le parecía «de lo más razonable».

Sobre el resto de la cuestión, debo decir que poco me importaba quedar afuera de una reunión donde los concurrentes me discriminaban por no estar vacunado. En verdad, poco me importaba quedar afuera de cualquier reunión de veinte personas.

De ningún modo yo quería entrar en conflicto con mi madre asustada, pero no podía permitir que el miedo, y mucho menos el ajeno, se impusiera sobre la sensatez. No podía, no. Sentía el indispensable deber de defender la abstracta pero sagrada institución del sentido común. Me resultaba imposible bajar la cabeza y conceder en silencio que la aberración de excluirme — de excluir a cualquier persona por ese motivo — fuera calificada como «de lo más razonable» por cualquiera, pero menos que menos por mi familia, y menos que menos por mi madre. No podía permitirme la conveniencia, y hasta el placer, de mirar para otro lado y pasar la Navidad solo, en casa, en silencio, comiendo una lasagna speciale acompañada por una deliciosa botella de vino tope de gama, para luego hacer lo que se me antojara, ya fuera irme a dormir temprano o partir hacia la fiesta más cercana. No podía ceder a la comodidad de evitar el conflicto con mi familia, de evitar el llanto de mi pobre madre, ni las duras disputas posteriores con mis hermanas. Debía ser fuerte. La cordura era un bien por el cual valía la pena luchar, exponerse y hasta sufrir. No solo por uno mismo, por la tranquilidad de poder mirarse al espejo cada día, sino también por los demás. Era un egoísmo demasiado grande dejarlos persistir en el error, cometer atrocidades y arrepentirse el día de mañana.

Fue por eso que decidí acudir a la cena navideña, a pesar de no estar invitado, de no haber podido emitir mi voto y de no haber podido acompañar este último con un breve discurso. En una palabra, a pesar de sentirme atropellado. Así se lo comuniqué a mi madre. Me miró sin comprender.

Sí, querida madre, la noche de Navidad me encontraría en tu puerta, para cenar con mi familia, como Dios mandaba. Asistiría bien vestido, bien peinado y sonriente. Llevaría regalos para todos. En la entrada, al aire libre, tendría el barbijo en la mano, porque el mismo decreto de necesidad y urgencia — que no era necesario ni urgente, ni legal ni constitucional — en el que mi familia se escudaba así me lo permitía. Sin embargo, estaba dispuesto a usarlo en el interior de la casa y estaba listo para comer en una mesa separada, a una prudente distancia.

¿Y cómo haría eso? ¿Cómo lograría impedir que las hombrías del tío Roberto y tal vez el tío Claudio me bloquearan el paso? Más elemental todavía, ¿cómo lograría que me abrieran la puerta? Pues muy simple. No llegaría solo a la cena navideña, sino acompañado por el doctor López Amuchástegui (LA), mi abogado personal, y por el doctor Juárez Ravena (JR), su escribano de confianza. Ante la puerta cerrada, el doctor LA se encargaría de informar sobre mis derechos legales, penales y constitucionales a quienes se atrevieran a excluirme. El doctor JR, a su vez, sería testigo de todo el procedimiento y la prueba viviente de lo que fuera a ocurrir. La advertencia era clara. En cuanto alguien me impidiera el paso, los acontecimientos conducirían a una denuncia penal, contra ellos y contra todos los que yo pudiera alcanzar con la misma. Los términos serían lo más amplios posibles, incluyendo discriminación y — tras la muerte de mi padre — los derechos sobre la casa. Acto seguido, mi denuncia conduciría a un proceso judicial que estaba dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias. «No es personal», le aclaré para terminar.

Los ojos de mi madre parecían haber visto al mismo Lucifer.

¿Pero acaso los doctores LA y JR no tienen familias? Sí, querida madre, claro que tienen, pero no olvides que son abogados. Me he ocupado de convencerlos a fuerza de dinero y promesas de fama. Esta historia está condenada a terminar en los medios y, sin dudas, los doctores alcanzarán una altísima exposición. Al igual que la familia, al igual que vos y, muy a mi pesar, al igual que yo. La cena navideña será un desastre de resultados imprevisibles, pero el buen juicio estará a salvo. Así que prepárense, porque esto no va a ser fácil.

Mi madre quedó congelada, como si mi determinación fuera la mitológica mirada de un basilisco. No volvió a emitir palabra, ni sobre este tema ni sobre ningún otro. Después de un rato, miró para otro lado. Cuando hice lo propio, se descongeló y anunció que se marchaba. Me dio un beso zombi, se puso el barbijo y se fue caminando con mucha lentitud, sola, como había llegado.

Los días que siguieron fueron como los había imaginado. Decenas de llamadas de familiares, indignados, tratando de averiguar si mis advertencias eran ciertas y, ante la confirmación, buscando disuadirme. A mis planes los llamaban «locuras» y, de prosperar, auguraban un «quiebre definitivo» de nuestra relación familiar. Yo no me inmutaba ante las amenazas. Si algo había aprendido estos últimos dos años, vividos bajo un permanente terror discursivo, era a relativizar las intimidaciones y los pronósticos catastróficos. Escuchaba las interminables exigencias de mi familia con infinita paciencia, como un milenario buda sentado, a la intemperie, sobre el punto más alto de una cumbre nevada. Mi respuesta se reducía a un genérico asentimiento. Luego, me despedía y cortaba.

Lamentablemente para todos, ya era demasiado tarde. Yo había cruzado el Rubicón. Había contratado y pagado a los abogados. Me había mentalizado. Me había comprometido conmigo mismo a no dejar solos a mis sobrinos. Pero sobre todo, me había jurado no dar marcha atrás bajo ninguna circunstancia. ¿Y qué peor cosa puede hacer alguien que desautorizarse ante sí mismo?

Los últimos tres días, la presión de mi familia era tan grande que decidí desconectar el teléfono, la computadora y el timbre. Quedé concentrado en casa, a la espera del momento más importante de la pandemia y, tal vez, de mi vida. Era la ocasión que el destino me había reservado para hacer una diferencia existencial en mi paso por este mundo. Tras una vida entera sentado en el banco de suplentes, era mi momento de entrar al campo de juego y brillar.

Llegó el día 24 de diciembre a la tarde. El doctor LA y JR se presentaron en mi casa. Vestían de traje, elegantes, aunque sin la acostumbrada corbata. El doctor LA traía un ramo de flores («para su madre») y se excusó de no haber comprado regalos para los demás, ya que «no los conocía bien». Idéntica salvedad hizo el doctor JR, pero para justificarse exhibió una botella de inconfundible buen vino tinto.

Yo estaba listo, así que salí de la casa y los invité a subir a mi auto, estacionado justo en frente. Luego de un breve intercambio de cortesías, el doctor LA subió adelante. El doctor JR subió atrás y, al hacerlo, «celebró» la suerte de tener allí mucho más espacio que su colega. El viaje sería de unas treinta cuadras.

Llegamos. Estacioné a unos pocos metros de la casa de mi familia. Al bajarme, pude reconocer los autos de los demás. Tocamos timbre. El tío Roberto abrió la puerta. Hubiera sido algo esperable que el tío Claudio lo secundara, pero al parecer era cierto que ante la escalada del conflicto había pedido que «a mí no me rompan las pelotas». Por desgracia, llegado el caso, esa declaración no iba a eximirlo de mi denuncia penal.

Los doctores JR y LA exhibieron sus entrenadas caras de poker, con el ramo de flores y la botella de buen vino en brazos, como si fueran las bendiciones de nuestra familia ensamblada. Supongo que mi cara era una mezcla de nerviosismo y goce, cubierta por una fina película de actuada neutralidad.

El tío Roberto me miraba con furia, pero así como no se había atrevido a contradecir las equivocaciones, las mentiras y las amenazas de las autoridades durante la pandemia, tampoco lo iba a hacer con mis compañeros representantes de La Ley ni con el poder que representaban. Masticando una bronca interminable y sin decir una palabra, se hizo a un lado y nos dejó pasar. Como gesto de buena voluntad, me puse el barbijo e invité a los doctores a hacer lo mismo.

Con una falsedad encomiable, los doctores saludaron a cada uno de los presentes. Lo hicieron con gran dedicación, como si fueran la familia de una nueva prometida a quien se quiere impresionar. A cambio, obtuvieron discreto desprecio en abundancia.

Pasamos al salón comedor. Había tres mesas. Una grande para los adultos, una mediana para los chicos y otra más pequeña para nosotros. La nuestra era la más alejada, en teoría por cuestiones sanitarias.

Nos sentamos. Los doctores simulaban estar a gusto con gran destreza. Recibieron con gran júbilo el pequeño brasero con asado y las fuentes con ensalada. Por ejemplo, coincidieron en destacar «la pinta» de la ensalada rusa. Comieron, bebieron y conversaron con la mayor naturalidad. Uno de ellos, inclusive, se atrevió a pedir un aplauso para el asador y se lanzó a comenzarlo. Mi familia lo siguió sin entusiasmo, entre miradas de desaprobación, solo porque el tío Claudio en verdad lo merecía.

Tocaron las doce. Mis familiares se pusieron de pie y brindaron. Yo brindé con los doctores y, de lejos, los tres nos sumamos al brindis levantando la copa en dirección a ellos. Solo mi madre y los chicos, con cierta pena, nos miraron. Luego, mis familiares se saludaron con tosca algarabía. A nosotros, solo nos dedicaron desconfiadas miradas de reojo.

Con los saludos finalizados, los chicos pudieron liberar la ansiedad acumulada de los regalos. Corrieron al árbol y comenzaron a abrirlos, tanto los propios como los ajenos. Yo les había preparado unos pequeños cuadros con frases famosas, alusivas a la reflexión, el respeto y la libertad. Eran muy simpáticos y coloridos. Mi deseo era que, con el pasar de los años, pudieran llegar a comprenderme. Y, si acaso lo merecía, perdonarme. Durante la noche, los pequeños me habían mirado con timidez y cautela. La histórica afección que nos teníamos se había visto empañada por el conflicto en marcha. Sin dudas, los últimos días habían escuchado comentarios poco amables sobre mi persona. Ellos no podían llegar a entender la escaramuza y en esa confusión se debatían.

A diferencia de otros años, para los adultos yo había comprado regalos estándares y aburridos. Remeras, pantalones y medias, según la categoría del familiar. Y para los doctores, como para no dejarlos afuera del momento, había comprado una pequeña mermelada artesanal para cada uno. Como era de esperar, se mostraron por demás complacidos, al borde de una poco creíble emoción.

Mis familiares no me habían comprado nada. Y estaba bien. No había previsto otra cosa. Por supuesto, tampoco habían contemplado regalos para los doctores.

Apenas los regalos quedaron descubiertos, los doctores anunciaron que «con mucho pesar» debían marcharse. Supuse que debían encontrarse con sus propias familias. Destacaron la «exquisita comida», agradecieron la «inolvidable velada» y se despidieron hasta la próxima. «Esperemos que no sea muy pronto», aclararon con sonrisa pícara, tal vez amenazante. A cambio, solo obtuvieron un rencoroso silencio.

Yo tampoco tenía mucho más que hacer allí. Sin los doctores, me hubiera sentido desnudo ante los demás. Por lo tanto, aproveché y me sumé a la despedida.

Ya afuera, ofrecí llevar a los doctores adonde me lo pidieran. Me agradecieron, pero aseguraron que les sería más conveniente tomarse un taxi en la avenida de la esquina. Nos despedimos ahí mismo.

Llegué a casa. No era todavía la una de la madrugada. Sentía una gran excitación. Aun así, me acosté con la intención de dormirme. No pude hacerlo en profundidad y a eso de las cinco de la mañana me desperté y quedé desvelado. Era la ansiedad. Una conocida y esperable ansiedad.

Me levanté y encendí la computadora. Cargué la página del más importante diario argentino. Entre las principales noticias, como lo habíamos acordado con los doctores, estaba la siguiente: «Insólito. No vacunado asiste a cena navideña con sus abogados, bajo amenaza de juicio penal si es excluido». El epígrafe decía: «¡Feliz denuncia penal!» El periodista amigo de los doctores había cumplido. De hecho, ni siquiera había cambiado una coma del titular que yo mismo les había propuesto.

Volví a la cama. Sonreí pensando en la semana que comenzaba. Sería intensa. La noticia rebotaría en todos los medios, encendería el debate público y dispararía decenas de entrevistas. Yo nunca había estado más preparado. Pensando en ello, cerré los ojos y me entregué a un sueño feliz y lleno de esperanza, como correspondía a ese día. Después de todo, era Navidad.

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Juan Manuel Guerrera

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