Expulsado del País de los Lectores

Juan Manuel Guerrera
13 min readApr 3, 2021

Ya hemos hablado de Jáuregui, el Escritor Expulsado. Se trata del escritor independiente que da a conocer su obra en diversos espacios públicos de la República Argentina. O por lo menos lo intenta, ya que por lo general es intimado a retirarse por guardias, inspectores o policías. Estas deportaciones serían hasta deseables si tuvieran por objeto prevenir a los lectores de su literatura, pero en lugar de eso le enrostran que la venta ambulante no está permitida, que es necesario un permiso municipal u otras arbitrariedades por el estilo.

Jáuregui se opone. Primero, de modo elemental y reflejo. Se planta frente a los expulsores de ocasión y se niega a partir. Pero luego, ya entrado en calor, contraataca. Pasa a la ofensiva, como si fuera un resorte pos-presionado, y comienza a lanzar sofisticados argumentos que hilvana con habilidad hasta construir un verdadero alegato político. Interminable, por cierto. Su oratoria nos recuerda a un Fidel Castro, pero razonable y liberal.

Durante decenas de minutos, Jaúregui expone su defensa. Si la garganta está fuerte y lubricada, lo hace a los gritos para que toda la concurrencia pueda escucharlo. En su derrotero retórico, cita todo tipo de personajes y eventos históricos. Viaja a tiempos remotos evocando a Roma, a Persia y a la China ancestral. Con pedagogía excesiva, repasa sus ascensos, sus glorias y sus decadencias. A la hora de las conclusiones, se detiene en circunstancias específicas e insiste en la importancia capital de aprender sus lecciones. Las llama «puntos históricos de inflexión».

Los representantes de la ley siempre responden igual: lo subestiman por completo. No llegan a ese punto directamente. Primero se sorprenden, luego se miran con incredulidad y por último, cuando ya están cansados de escucharlo, lo advierten con gravedad. Utilizan la mirada, el tono de voz y hasta la aproximación física para hacerle sentir su inferioridad corporal. A las armas de cristal de sus discursos, a esos sofisticados juegos de palabras color pastel, le oponen la realidad inapelable de la fuerza material; de la carne, de los huesos y de otros tangibles. Y lo despachan.

Jáuregui no tiene más remedio que marcharse. Pero atención. Nunca, pero nunca, para rendirse. Porque para eso está el resto del mundo. Luego de ser desterrado de alguno de esos espacios que considera propios, se dirige inmediatamente al siguiente. Porque siempre hay una plaza desde la cual resistir.

Si Jáuregui tolera la sucesión interminable de expulsiones, no es porque esas disputas callejeras le resulten importantes en sí mismas. Es cierto que las sostiene como si fueran las últimas, pero lo hace más bien como ejercicio, como estudio o como experiencia literaria. Para nuestro escritor, la verdadera batalla se da en un plano más elevado. Y en esa contienda trascendental, tiene una y solo una misión que considera fundamental: escribir.

— La única resistencia verdadera — «aclara» el Escritor Expulsado cuando le menciono que no entiendo nada de lo que me está diciendo.

A Jáuregui pueden echarlo de mil calles, de mil parques, de mil playas, pero nunca podrán echarlo tan fácilmente del mundo de las ideas. No podrán deshacerse sin esfuerzo de sus obsesiones, de sus problemas mentales, de su incapacidad para darse por vencido. Tampoco de sus interminables listas de ideas para escribir, ni de sus borradores ininteligibles, ni de sus libros en efecto publicados. Ni, mucho menos que menos, de su accionar.

— «La imagen de sí mismo que un escritor deja en los demás es parte fundamental de su obra» — cita nuestro escritor a Borges para subrayar la palabra «accionar».

A Jáuregui no le importa si lo sacan, o no, de la plaza. Lo que le importa es negarse. Y si no tiene más remedio que irse, que sea por la fuerza. Y si es por la fuerza, que sea tan solo para irse a la próxima plaza. Lo importante es no ceder nunca. Y para el Escritor Expulsado siempre hay una forma de no ceder. Así de insoportable es nuestro escritor.

Pero ese es tan solo el comienzo. Existen muchas otras fuerzas centrífugas que operan sobre Jáuregui. Una en particular es la que nos convoca en este escrito. Es una mucho más general, compartida con la gran mayoría de sus conciudadanos.

Se trata de la República Argentina. La gran nación americana que un día los libres del mundo saludaron. El país de la educación pública de excelencia, del guardapolvos blanco, de los premios Nobel, del ascenso social, de las librerías abiertas por la noche. El País de los Lectores.

Es el mismo país demente, extorsivo y explosivo, que no deja de caer. El país psicópata que se hunde con fanatismo en el fango de la flagelación, tragando más y más barro asfixiante, como una rueda enloquecida que da vueltas y vueltas para no ir a ningún lado. El país chiflado que se aboca con pasión desbocada a revolcarse en la dolorosa frustración del fracaso, una y otra vez, como si padeciera una irrefrenable pasión por el dolor, por la derrota. El país maniático, insano, que vuelve una y otra vez a cometer los mismos errores, como un adicto, como si la depresión fuera una inagotable fuente de placer o como si sus problemas existenciales, inabarcables, no le permitieran otro camino que la autodestrucción más terminal como único resquicio de descanso, de sosiego, tal vez de salvación.

Sin embargo, el verdadero problema es que el gigante argentino no cae sobre el suelo, sino sobre sus propios hijos. Ellos sí quedan aplastados contra la mismísima lona. No tienen más remedio que habituarse a una vida adversa, estresante y pobre. El progreso, la esperanza o el futuro son lejanos privilegios solo accesibles en los países normales (ya no hablamos de los países centrales, sino tan solo de los vecinos). O en el pasado. Lo que alguna vez fue la esencia de nuestra patria se convierte en utopía. Algunos, para intentar evadir ese destino fatal, deciden emigrar. ¡Cuánta tristeza, querida Argentina, cuánta! ¡Vos, una tierra de inmigrantes!

La situación no es fácil para nadie. Para los artistas, tampoco. Pero no es cuestión de caer en la tradicional victimización que a muchos de ellos tanto les gusta agitar. Ese lamento es tan solo un atajo, utilizado hasta el hartazgo, para justificar fracasos personales.

— El artista victimizado no es un artista. Auto-posicionarse en el centro de la desgracia puede ser tolerable en un deportista, en un político, en un banquero, pero no en un artista. Los verdaderos artistas asumen la fatalidad como parte de su destino. Es un factor esencial de su naturaleza, de su génesis, de su razón de ser. No es por ninguna otra cuestión que las sociedades los necesitan (y los toleran). El artista puede ser un ignorado, un menospreciado o un mártir, pero nunca una víctima. El verdadero artista debe tener el valor de enfrentarse a la verdad y mostrarla hasta las últimas consecuencias. Y es difícil que semejante misión conduzca a finales felices. Pero así es, así debe ser. A sufrir, mis amigos. Y si no les gusta, a ponerse un kiosco — declara Jáuregui desde la sombra de una higuera en su casa.

Si hay una víctima en este gran derrumbe celeste y blanco no son los artistas. Ellos siguen siendo privilegiados. Todavía son artistas en medio de la desintegración y el caos. Quieran o no, son protagonistas. Deben serlo. Si no había salvación antes, mucho menos la hay ahora. La sociedad espera, y necesita, que pongan su sensibilidad al servicio de comprender y señalar la salida. ¿Qué clase de bombero se proclama víctima en medio de un incendio? ¿Qué clase de médico se proclama víctima en medio de la urgencia de un quirófano? ¿Qué clase de artista se proclama víctima en medio de un terremoto existencial?

Las verdaderas víctimas, las únicas, son aquellos que no tienen educación, ni salud, ni justicia, ni pueden tenerlas. Y eso incluye no poder ir a buscarlas a otro lugar.

Jáuregui es un privilegiado. Para comenzar, es un artista. Si bien no tiene justicia, sí tiene salud y educación. Y por si esto fuera poco, también tiene la posibilidad de irse. Gracias al azar, tiene antepasados vascos, es decir, está habilitado a gestionar la ciudadanía española con relativa facilidad. Y eso ha estado haciendo durante el último año. Aunque resulte difícil de entender (todavía), no siente contradicción ni remordimiento por ello.

El teléfono suena. La ciudadanía española está lista. Solo tiene que pasar a retirar la documentación hoy por la tarde. Jáuregui está conmovido. Se imagina a sus abuelos vascos mirando el mar y pensando en la Argentina. También se imagina a él mismo mirando el Río de la Plata. Creía que este momento no llegaría nunca. Una gran cuota de libertad ya está casi en sus manos. A partir de ese instante, ya no habrá excusas a la hora de plantearse la emigración. El futuro ahora se ve más claro.

Jáuregui repasa y pospone todas las actividades de su día. Nada es, ni era, tan importante. Almuerza en silencio mientras piensa en los años por venir. Nada será fácil. Repasa sobre la mesa toda la documentación que debe llevar consigo y sale a la calle.

El barrio de Agronomía está más brillante que nunca. Jáuregui toma la calle Artigas rumbo a la Avenida San Martín. Como siempre, a la altura de la placita, concentra su atención en el tercer piso del pabellón 1. Allí vivía Cortázar. Esta vez, no piensa que ese rincón de Buenos Aires sea extraño. No piensa que sea literario. No piensa que las casualidades no existen.

Jáuregui llega a la parada del 105. Se sienta. Mira a su alrededor. Las personas cargan con naturalidad las cruces invisibles de la injusticia. El Escritor Expulsado saca un libro de la mochila. Es el tomo I de las Cartas Morales a Lucilio, de Séneca. Abre el libro en la carta 66 y lee: «Permíteme, Lucilio, hacer una afirmación más audaz: supuesto que unos bienes pudieran ser superiores a otros, yo hubiera preferido éstos que parecen lúgubres a los suaves y delicados. Los hubiera proclamado más grandes. Porque más meritorio es superar las dificultades que moderar las alegrías.»

El 105 parece no llegar nunca, como el futuro de la Argentina. Sin embargo, al final, el colectivo sí llega.

La tardanza implica que el 105 viene muy lleno. Jáuregui sube buscando la óptima combinación de permisos y empujones. El colectivero grita a los pasajeros que se corran hacia atrás. «¡Un pasito adelante!», le ordena al Escritor Expulsado. Cierra la puerta y arranca. Nuestro escritor nunca paga el boleto, en esencia porque no puede llegar hasta la máquina y porque el colectivero tiene otras prioridades. Durante el viaje, la masa compacta de pasajeros va fluyendo hacia el atrás, a medida que algunos se despegan del mazacote humano para bajar y otros se van sumando por el frente. Como un experimentado border collie, el colectivero controla su ganado a fuerza de indicaciones y gritos, todo desde los pocos centímetros cuadrados del espejo retrovisor.

Jaúregui no se resigna. Tarda diez minutos en ingeniárselas para sacar su libro. Un codito se le clava en la espalda, pero con admirable estoicismo senequiano decide que eso poco tiene que ver con su felicidad. Ya en la carta 67, lee: «Mi voluntad sería tener los tormentos lejos de mí; pero si hubiere de padecerlos, será mi deseo comportarme en medio de ellos con fortaleza, honestidad y valor. ¿Por qué no voy a preferir que se evite la guerra? Pero si se produce, mi deseo será soportar con magnanimidad las heridas, el hambre y cuantas desgracias acarrea la fatalidad de la guerra. No soy tan demente como para querer enfermar; pero si he de arrostrar la enfermedad, será mi deseo no comportarme con impaciencia. Así que no es la contrariedad lo deseable, sino la virtud con que soportamos la contrariedad.»

Más temprano que tarde, Jáuregui debe abandonar la lectura. Hay corridas dentro del colectivo. Por un momento, se siente en las inmediaciones violentas de un estadio de fútbol. El tumulto se apacigua, pero es mejor permanecer alerta, para no perder el libro, ni la mochila, ni la billetera. Ya avanzado en su recorrido por la calle Mitre, el 105 se detiene al llegar a Ayacucho, a dos cuadras de la Avenida Callao. Es la zona del Congreso. «¡Fin del recorrido!», grita el chofer. Afuera, se escuchan bombos y algún que otro petardo. Es un día más de protestas en Buenos Aires. Los pasajeros murmuran e intercambian pareceres. El veredicto unánime es que las calles están cortadas y el colectivo no puede seguir. Es posible que tal informe haya manado desde el chofer hacia el fondo. Con el diagnóstico aceptado, la gente chista, bufa, putea.

— Como si sus vidas no fueran lo suficientemente macro-complicadas, también deben afrontar las micro-complicaciones. En la mayoría de los casos, tan solo para ir a trabajar — se lamenta el Escritor Expulsado.

Jáuregui deja el colectivo atrás. Avanza a pie en dirección a la Plaza del Congreso. A medida que se acerca, los bombos y las voces de megáfono se hacen más intensos. La Avenida Callao, Rivadavia e Yrigoyen están cortadas. Hay olor a parrilla callejera. Miles de personas se amuchan sobre el frente del Congreso. Una buena cantidad de ellas tienen pecheras y algunas sostienen grandes banderas. Nublando la vista, parecen formar un ejército.

— Todo es una gran equivocación, una que también me pertenece — reflexiona, enigmático, nuestro escritor.

Ya traspasada la multitud, Jáuregui se adentra en la plaza. Está sucia, destrozada, decadente, como la Argentina misma. La gente va y viene hacia la concentración principal. Antes de abandonar la plaza, el Escritor Expulsado se sienta en un banco. No la ve, pero está muy cerca de la estatua El pensador de Rodín. Apoya su mano en el mentón y mira el edificio del Congreso. Se le hace un nudo en la garganta.

Buscando escapar de la angustia, Jáuregui mueve la mirada hacia su antiguo departamento, donde vivía allá por el año 2002. Está justo enfrente, sobre la calle Yrigoyen. La idea de una enorme estafa le viene a la mente. Se retrotrae a esa época y revive el conflicto permanente, las manifestaciones diarias, las porciones de plaza ocupadas. De algún modo, todo sigue igual, o peor, porque ahora han pasado veinte años. Argentina es el eterno retorno, la piedra de Sísifo, las ruinas circulares.

— Tal vez solo seamos literatura — postula el Escritor Expulsado.

Todavía sentado en la plaza, Jáuregui saca su libro y lee: «¿Es que tú crees que son únicamente deseables los bienes que se nos ofrecen a través del placer y del ocio y que acogemos con guirnaldas en las puertas? Existen ciertos bienes de rostro severo.»

Jáuregui ve ante sí un rostro mucho más que severo. Ve uno implacable, de mirada impiadosa. Perturbado, se levanta y camina hacia la Avenida de Mayo. También está cortada. Mientras la camina, todavía puede advertir el pasado dorado. Ahora está vacía, poblada por locales cerrados y paredes pintadas. Solo queda el consuelo de mirar hacia arriba y advertir que las grandes cúpulas permanecen inaccesibles. El sol siempre las ilumina.

Acongojado, Jáuregui llega a la Plaza de Mayo. Camina hacia la pequeña pirámide central y se sienta a su lado. Mira el edificio de la Casa Rosada. Más que un nudo, se le hace una rosca de pascua en la garganta. Quiere escapar de ese ahogo. Abre su libro y lee: «Hago memoria de nuestro Demetrio, quien llama ‘mar muerto’ a la vida tranquila que no acusa embate alguno de la fortuna. No contar con motivación alguna que te mantenga despierto, que te estimule, cuyos presagios y acometidas pongan a prueba la firmeza de tu alma, sino abandonarse a una quietud inalterable; eso no es sosiego, antes bien flojedad.»

— ¿Y de qué voy a escribir en los mares muertos de Suecia, Australia o Canadá? Mares muertos ajenos, que no entiendo, que no me pertenecen. ¿Qué voy a hacer con tanta estabilidad, con tanto confort, con tanto funcionamiento? ¿Al servicio de qué causas voy a poner mi fuerza, mi literatura, mis privilegios? ¿No son estos, acaso, regalos que uno recibe para oponerlos al imparable avance de la adversidad? ¿No es una vida doblemente injusta aquella donde estos dones se dejan marchitar? — se pregunta nuestro escritor mirando al cielo que sí lo entiende, que siempre lo entenderá.

Ya casi es la hora. Jáuregui se pone de pie y camina a paso vivo hasta la oficina adjunta del consulado español. Al llegar, ve una multitud esperando en la calle. Contempla la escena con infinita tristeza. Aborda al guardia de seguridad y le explica que tiene un turno. Pasa. Se presenta en la mesa de entrada, lo mandan al segundo piso. Allí, se sienta para esperar a que lo llamen. Abre su libro y lee: «Átalo, el estoico, solía decir: ‘prefiero que la fortuna me retenga en sus campamentos [de guerra] más bien que entre sus delicias. Sufro tortura, pero con firmeza; está bien. Sufro la muerte, pero con firmeza; está bien.’»

«Jáuregui», llama un funcionario del consulado. Tiene acento español. Lo invita a sentarse en su escritorio. Le dice que todo ha salido bien. Le explica cada uno de los papeles que está por entregarle, los mete en un sobre y se los da. Sonríe, le extiende la mano y lo felicita. Ya de pie, antes de despedirlo, le pregunta con curiosidad a qué ciudad española piensa mudarse.

— A ninguna, hombre — contesta el Escritor Expulsado antes de retirarse.

Jáuregui deja el edificio con una mezcla de entusiasmo y pesar.

«¿Pero cómo que a ningún lado?», le pregunto yo, siempre yo, Juan Manuel Guerrera.

— Que a ningún lado, he dicho. Si para algo gestioné la famosa ciudadanía es para no irme a ningún lado, pero en absoluta libertad. Bien fácil es no irse adonde uno no puede hacerlo. Muy diferente es cuando se cuenta con todas las posibilidades. Ahora mi libertad es más amplia, mi convicción es más fuerte, mi apuesta es más alta. Mi determinación es más grande. Mi palabra es más poderosa. De ningún modo voy a irme. De ningún modo voy a hacerles ese favor. De ningún modo voy a dejarles libre el campo de juego. De ningún modo voy a dejarles el aire que respiro, el silencio de mi ausencia, el espacio de mi cuerpo parado enfrente. De ningún modo voy a dejarles el blanco de las hojas, la voz de las radios, las sillas de los ateneos. Antes, tendrán que sacarme a golpes o a paladas de tierra. Y aun así, en la cómoda quietud de la tierra tibia, todavía no podrán deshacerse de mí. Seré pasto y seré flores. Seré una mujer libre leyéndome. Cuando el frío sea atroz, cuando la oscuridad sea aterradora, cuando el desconsuelo sea tan agobiante que no permita respirar, mis inexplicablemente queridos compatriotas todavía podrán abrazarme. Creerán lo que les digo. Como un abanderado olímpico, les pasaré la antorcha de la esperanza. Serán ellos (y con ellos, yo mismo) quienes por fin recuperen la sagrada bandera de la libertad.

Jáuregui saca su libro. Esta vez, lo lee en voz alta para que yo pueda escucharlo: «El fuego me consume, pero soy invencible. ¿Por qué este trance no va a ser deseable? No porque el fuego me consume, sino porque no me vence. Nada más excelente que la virtud, nada más hermoso; bueno, y a la vez deseable, resulta todo acto que se ejecuta bajo sus órdenes.»

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Juan Manuel Guerrera

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