El Futuro Negro ya crece en el Norte
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Ya es la tercera vez en el año que las caravanas comerciales del Norte traen rumores sobre la inminente llegada del Futuro Negro, el apocalipsis tantas veces mencionado por los antiguos. Los rumores hablan de un nuevo poder que crece más allá — mucho más allá — de las fuentes del Río Sagrado, es decir, a espaldas de la siguiente idea: las cosas cambian para seguir siendo lo mismo. Es difícil conciliar ese dilema ancestral con nuestra realidad, caracterizada por la más estable monotonía. El cielo azul inalterable, las gigantescas montañas inmóviles, la quebrada como una herida eterna.
A la hora de describir ese poder, despiadado es la palabra más utilizada. La progresiva materialización de la amenaza se me representa como una tormenta que se va condensando en el horizonte. Al principio, es angosta y remota, una mera posibilidad, tal vez una equivocación visual. La distancia siempre confunde cuando no se es un cóndor. Pero a medida que pasa el tiempo, se ensancha y oscurece, se vuelve palpable y cercana, hasta cernirse como un hecho sobre nosotros.
Es difícil no sucumbir a la comodidad de la negación. ¿Por qué, de entre cientos de generaciones, pasadas y por venir, los dioses nos elegirían a nosotros para enfrentarnos a esta tragedia? ¿Cuál es la probabilidad de que seamos, en efecto, los elegidos? Las preguntas evasivas son válidas y lo son para todos. Las probabilidades pueden ser bajas, pero siempre caen fulminantes sobre alguien.
Como líder de la parcialidad de los tilcaras, es mi deber preocuparme. Aunque quisiera, no puedo plegarme a la ingenua despreocupación de los jóvenes ni a la sabia resignación de los viejos. La responsabilidad se impone, una vez más, a los deseos. Ser adulto consiste, esencialmente, en asumir las cargas.
Aceptar la preocupación primera — dar por ciertos los rumores — conduce a su interminable reproducción. Nuevas preocupaciones nacen y, al aceptarlas, vuelven a multiplicarse. De estas nuevas preocupaciones, la más acuciante — vaya paradoja — es la indiferencia de la mayoría de las parcialidades que componen la gran Confederación Omaguaca. Sus intereses son más apremiantes. La urgencia de lo básico se sobrepone a cualquier tipo de peligro potencial, por más crítico que sea. Por convicción, o por simple cobarde protección, prefieren no ocuparse de aquello que todavía no ha sucedido.
Mi padre, en sus tiempos al frente de nuestra parcialidad, me enseñó que un líder puede darse muchos lujos — aunque no debería — , pero nunca el de la negación. Considerar con seriedad el peor escenario no es solo una invaluable estrategia defensiva, sino también una obligación. Anticiparse al peor de los escenarios es un sano ejercicio de la prevención. Por eso siento que mi tarea más importante es conseguir que mis pares abran sus ojos.
No estoy solo en ello. Los uquías son el pueblo más creyente del Valle, los más conocedores y respetuosos de su propia historia. Verdaderos maestros en el arte del pesimismo defensivo, fueron los primeros en tratar los rumores con respeto, dando lugar a su posible veracidad y consecuente peligro. Desde el primer aviso, acudieron a mi para ponerme al tanto de sus inquietudes, pero yo cometí el error de desestimarlos, como el resto de las parcialidades lo hace ahora conmigo. Al menos, en esta ocasión, los desestimados somos más numerosos que antes.
El desafío no es menor. No resulta fácil convencer a los purmamarcas, tumbayas, tilianes, yalas, yavis, chuyes, quilatas, casabindos y argamasas. Especialmente a estos últimos, pueblo orgulloso que confía demasiado en sus propias fuerzas. Más importante que las advertencias de los antiguos son sus propios deseos sobre el futuro. Para ellos, el ayer nunca puede definir el mañana. El porvenir está abierto y, por lo tanto, no se padece, sino que se construye. Si alguien desea interponerse en su camino, tendrá que vérsela con ellos. Le temen más a la cobardía que a la muerte. El Futuro Negro — y cualquier otro rumor que circule por el Valle — representa para ellos un sonido más de la naturaleza, no más importante que el de las alpacas o las lechuzas.
Las parcialidades incrédulas no solo se ven asediadas por nosotros, sino también por las olas de rumores que no se detienen. Llega una cuarta ola de rumores, una quinta y una sexta. Cada nueva ola de rumores es más preocupante. Es más precisa que las anteriores y tarda menos en arribar. No es difícil comprender que el fenómeno se está acelerando, que el peligro crece, que los temores pronto serán un hecho. Cada nueva pieza de información que llega desde el Norte es un triste cachetazo para las parcialidades. Una a una, se van convenciendo de que el peligro es real.
Llega un día en que todas las parcialidades aceptan que el Futuro Negro es inminente. Este acuerdo genera, por supuesto, nuevas divergencias. En esta nueva etapa de desencuentro, las discusiones se mueven hacia cómo deberíamos reaccionar ante lo inevitable. Algunas posturas hablan de resistencia, otras de negociación, otras de exilio hacia el Sur.
Yo dudo. Dudo como nunca.
Está claro que los argamasas resistirán. Es posible acusarlos de temeridad, pero no de tener ideas ambiguas. Solo una persona de su comunidad participa de los cada vez más tensos debates de la Federación. Es un representante poco importante que se limita a escuchar. No están interesados en debatir y el resto de las parcialidades ya saben lo que piensan. Pelearán de cualquier manera, solos o junto a nosotros. En lugar de asistir a las deliberaciones públicas, prefieren dedicar su tiempo a prepararse.
Los urquías, precavidos hasta la exasperación, se debaten entre la negociación blanda y el exilio. La idea de una matanza generalizada los aterroriza. Promueven una postura unificada que, en lo posible, no sea enfrentar de manera abierta a la tromba imperial que baja por la cordillera como un río crecido. A pesar de su profundo conocimiento de la historia, se resisten a admitir que pelear y morir sea el único camino posible.
Al final de intensas noches de deliberación, no hay acuerdo entre las parcialidades. Así es la vida, por más difícil que parezca cuando uno reflexiona en soledad sobre el desacuerdo. Cuando se le presentan caminos divergentes y fundamentales, el hombre está irremediablemente solo. Se debe no a los demás, sino a sí mismo. Se debe a sus creencias, a sus más fuertes convicciones sobre cómo se debe vivir y morir.
Algunas parcialidades comienzan a preparar la mudanza hacia el Sur. Otras, envían emisarios hacia el Norte, para entablar negociaciones tempranas. Otras, se preparan para pelear hasta el final.
El Futuro Negro llega a la región de la quebrada. Por fin podemos mirarlo a los ojos. Tiene la forma de conquistadores implacables. Los rumores nunca fueron infundados.
Cada parcialidad corre una suerte diferente. Algunas se exilian a tiempo, otras se retiran en medio de un enorme desorden. Las parcialidades norteñas que desean colaborar, son escuchadas y entran en durísimas negociaciones. Las que se resisten son arrasadas. Este borrado de los pueblos reacios es un hecho en sí mismo, pero también un mensaje hacia las parcialidades sureñas, aquellas que seguimos en la lista.
Contrasto el sólido avance de los conquistadores con unas indelebles palabras de mi padre: “La justicia es una expresión más de la naturaleza. Todo corrimiento de ese eje — toda injusticia — no es más que una deformación temporal. Está condenada a no perdurar, a remediarse. La crueldad no es diferente. Es solo una de las formas perversas de la injusticia que crea en el futuro su contraparte, la venganza. Los crueles de hoy recibirán la crueldad de mañana.”
Estas palabras resuenan en mí, aunque no les encuentro una utilidad inmediata. No veo cómo podría utilizarlas de una manera concreta ante el avance de los conquistadores. Sin embargo, me generan una formidable sensación de paz. Me sugieren que las consecuencias de nuestro accionar, y del de los conquistadores, están más allá de nosotros. Esa aparente incertidumbre es, en realidad, la más grande certeza.
Amparado en la idea de una justicia superior y fundamental, nuestras opciones se convierten en meras circunstancias de la historia. A fin de cuentas, no importa demasiado lo que hagamos. El control sobre semejante acontecimiento histórico, tantas veces anunciado por los antiguos, es casi una ilusión. Desposeídos de nuestra capacidad de cambiar el curso de la Historia, los caminos se reducen a uno solo: hacer lo que creemos correcto.
Me sitúo en la mirada de los posibles sobrevivientes, de sus hijos, de los hijos de sus hijos, de nuestros antepasados, de los dioses. Profundizo el ejercicio y me vuelvo suelo. Del mismo modo, me vuelvo flores, me vuelvo brisa de verano, me vuelvo lluvia llena de vida. Congregando estas nuevas perspectivas, logro alcanzar una cabal comprensión de cuál es el camino a seguir.
Estamos listos para la muerte, pero no iremos a buscarla. Dejaremos que venga a nosotros. Como paso fundamental para afrontar en paz nuestra salida de este mundo, agotaremos primero los caminos de la vida. Bajo la guía de esa premisa, nuestros emisarios ofrecen a los conquistadores colaboración, en los términos en que siempre la hemos ofrecido: con respeto, en paz y en libertad. Les proveeremos lo que necesiten sin necesidad de conflictos.
Los conquistadores nos escuchan con relativa amabilidad. La respuesta no es negativa, pero exige condiciones inaceptables: cambios en las vestimentas, cambiar nuestros cultivos por maíz y quinoa, entregar mujeres y niños para rituales y sacrificios.
La dignidad, ese destino tantas veces ineludible y mortal, nos empuja a la resistencia. Enviamos a las mujeres y los niños hacia el Sur. Los hombres, nos preparamos para pelear.
Los Incas llegan a la colina de nuestra parcialidad. Tenemos la fuerte sensación de estar viviendo nuestras últimas horas. Peleamos como pumas, pero ellos son más y están mejor armados. En una tarde nos someten. A mí me capturan, me torturan y me obligan a ver la muerte vejatoria de mis hijos varones que, hasta hace un momento, peleaban a mi lado. Transito la experiencia con un dolor descomunal, imposible de describir con palabras, pero también con una inquebrantable tranquilidad interior. Me siento muy libre, desapegado, con un pie afuera de este mundo. La necesidad de mirar el sol, la tierra rojiza y los cardones por última vez me mantienen ajeno a los martirios que sacuden mi cuerpo. En un momento, mis ojos reventados a golpes no pueden ver más, pero entonces todavía puedo repasar estas últimas imágenes en mi memoria. Cansados de espolear en vano mi serenidad, los Hijos del Sol terminan por matarme.