Catalinos, o los espejos de Potemkin

Juan Manuel Guerrera
15 min readJan 26, 2022

Mucho se ha escrito sobre Catalina II, más conocida como Catalina la Grande, emperatriz de Rusia durante largos treinta y cuatro años (entre 1762 y 1796). Continuadora del legado de Pedro el Grande, no solo amplió el territorio del Imperio Ruso, sino que impulsó con gran determinación la educación, la cultura y las artes.

Como parte de esa historia de expansión, también bastante se ha escrito sobre la anexión rusa de Crimea en 1783. La guerra ruso-turca había durado seis años (entre 1768 y 1774) y tuvo como resultado una victoria rusa. En la paz firmada, los turcos reconocieron la independencia del Kanato de Crimea, una forma elegante de dejarlo en manos de Rusia. La incipiente guerra civil ucraniana entre los pro-rusos y los pro-otomanos dio a Rusia la excusa perfecta para intervenir y anexar Crimea. El mérito de esa delicada estrategia fue recolectado con justicia por Grigori Potemkin, el Gobernador General de las Nuevas Provincias del Sur de Rusia (desde 1775).

Algo menos se ha escrito sobre la relación entre Catalina y Potemkin. Cuando se conocieron, Catalina tenía treinta y tres años. Él tenía diez años menos, pero impresionó a la flamante emperatriz con su sólida formación cultural. Encantados, se volvieron amantes apasionados y duraderos. Potemkin pasó de ser un simple subteniente a recibir el título de príncipe. De la mano de Catalina, su importancia institucional creció hasta convertirse por décadas en su mano derecha y en uno de los sostenes fundamentales del Imperio Ruso.

Sin dudas, menos se ha escrito sobre Potemkin. Después de todo, su permanencia en los libros de historia se debe en buena parte a su relación de intimidad con Catalina. Estudió idiomas y teología. Se sumó al ejército a los once años, siguiendo una tradición de las familias nobles. Tenía dotes de comediante; al parecer, se destacaba su imitación de Catalina. Algunos lo señalan como el funcionario militar más destacado que tuvo la dinastía Romanov durante los trescientos años de su reinado.

Todavía menos se ha escrito sobre el Pueblo Potemkin, una figura metafórica que se utiliza para describir una fachada brillante que tiene por objetivo ocultar una realidad sombría. El origen del concepto se remonta al accionar del mismo Potemkin en el año 1787. En ese año, Catalina emprendió un viaje histórico a los nuevos dominios del sur de Rusia, junto a su Corte y varios embajadores de pueblos aliados. El objetivo del viaje era familiarizarse con los territorios recién conquistados y brindar un mensaje de apoyo y esperanza a sus habitantes. Y aquí viene lo memorable. Para impresionar a Catalina y a los embajadores, Potemkin realizó todo tipo de mejoras artificiales en aquellos lugares por donde la comitiva debía pasar. En algunas de las aldeas, se plantaron los cimientos de ambiciosas obras de infraestructura que jamás se terminarían, pero que cumplían con la necesidad de ser incipientes y ruidosas. En los hospedajes de la comitiva y las construcciones aledañas, se pintaron las paredes con colores brillantes; a veces, inclusive, con pintura. En las afueras de esos edificios, se crearon canteros y se trajeron plantas del bosque, con énfasis en las floreadas. En aquellas aldeas donde la comitiva no se detenía, se pintaron únicamente los frentes; además, se emprolijaron los pastos, los árboles y los caminos de las entradas. Inclusive, allí donde no había pueblos de paso, se levantaron villas móviles, supuestos nuevos enclaves que se levantaban como parte de la pujante colonización rusa; luego del paso de la comitiva, estas villas se desarmaban y se transportaban rápidamente hacia un nuevo punto del itinerario imperial. Los habitantes más enfermos, problemáticos o pro-otomanos, fueron apartados y contenidos en las afueras. Al mismo tiempo, rusos al servicio de Potemkin fueron infiltrados como falsos pobladores llenos de entusiasmo, esperanza y comentarios positivos sobre la nueva era bajo el mando de la emperatriz.

Pero nada, o algo demasiado parecido, se ha escrito sobre las impresiones de Catalina al arribar a tierra crimeana y encontrarse con los Pueblos Potemkin.

El ingreso oficial a Crimea ocurrió cuando la comitiva llegó a la Muralla de Perekop, también conocida como la Muralla Otomana. Al llegar a ese punto, la caravana se detuvo. Catalina ofreció unas palabras conmemorativas de las batallas recientes, hubo plegarias en homenaje a los mártires y se hizo silencio por unos minutos. Se la vió emocionada y, de hecho, lo estaba.

El itinerario continuó hacia el Sur, rumbo a Simferopol, la capital. La distancia a recorrer era de unos ciento cincuenta kilómetros y la comitiva podía hacerlo con caballos y carretas, sin prisas, en unos cuatro días, a razón de ocho horas por día.

En el camino, comenzaron a aparecer las primeras aldeas por lo menos curiosas. Catalina nunca había visitado estas tierras, la influencia otomana era todavía un misterio y los últimos años la región había padecido todo tipo de conflictos. Por lo tanto, la credulidad tenía márgenes a su favor por sobre cualquier otro tipo de sentimientos hacia esas aldeas en aparente construcción o reconstrucción.

Casi en la mitad del trayecto hacia la capital, Catalina y la comitiva se detuvieron en Hryshyne. Se hospedaron en la residencia más grande de la zona, una especie de finca. El propietario se llamaba Dmitry y los recibió con excesiva cordialidad. Aseguró que se había preparado durante semanas para ese momento. Su acento no era demasiado extraño y la información que tenía sobre la zona era imprecisa. El entusiasmo que emanaba de su cuerpo bien alimentado contrastaba con la tristeza que, desde lejos, proyectaban los demás pobladores de la zona. La estadía allí fue por demás correcta pero incómoda, ya que un tenue nerviosismo flotaba en el ambiente. Luego de pasar la noche allí, los visitantes retomaron su camino hacia la capital.

Finalmente, llegaron a Simferopol. Era el punto de destino de la primera parte del viaje. La ciudad no solo brindaba las comodidades de una capital, incluyendo la residencia oficial, sino que proyectaba un mensaje simbólico de posesión sobre los nuevos territorios. Además, su posición geográfica central y la disposición radial de caminos, desde allí en todas las direcciones, la convertía en una excelente base de operaciones para visitar el resto de la península.

Los primeros días en Simferopol fueron de descanso. La travesía que había partido desde Moscú llevaba varios días y el cansancio acumulado no era poco.

La estadía en la capital no fue menos singular que algunas de las primeras interacciones experimentadas en territorio crimeano. No podía culparse de ello a la residencia oficial, donde había funcionarios oficiales a cargo, el personal estaba entrenado y los protocolos de servicio se ejecutaban con la mayor precisión. Sin embargo, en las afueras de la residencia había terminaciones de lo cotidiano que llamaban la atención. Digamos que se respiraba un cierto aire de irrealidad. De día, las miradas perdidas de pobladores alienados, desdentados, se alternaban con personajes radiantes, elocuentes, que se maravillaban con lo que llamaban el privilegio de poder encontrarse a diario, en la calle, con los miembros de la comitiva imperial. Al anochecer, desde la ventana, Catalina podía ver las inmediaciones de la residencia iluminadas con calidez, pero un poco más allá la oscuridad parecía eterna.

Catalina podía ser muchas cosas, pero no era ingenua. La prueba más contundente es que gobernaría una gigantesca Rusia en expansión durante casi treinta y cinco años, más de la mitad de su vida. Por eso, a los pocos días de vivir en la capital, no tuvo dudas de que algo no estaba bien. Sabía muy bien que las apariencias, especialmente en su mundo, podían divergir de la realidad. Y que si esa brecha se ampliaba demasiado, entonces se entraba en el peligroso terreno de las fracturas, los derrumbes y el colapso.

Como emperatriz, Catalina comprendía con mucha claridad que las sofisticadas tradiciones, simbolismos y rituales de la Corona tenían una única finalidad última: el eficaz ejercicio del poder por parte de una persona de carne y hueso. Las grandes mayorías, inclusive algunos nobles, podían creer en las conexiones divinas de la Corona, en la majestuosidad de portar el título de la Grande y en el Imperio Ruso como una realización sobrenatural, autosustentado, todopoderoso. Pero no ella. Caer en esa tentación significaba abrir las puertas del final. Por el contrario, debía darle crédito a toda insinuación de peligro o engaño.

A partir de esa primera sospecha, la filosa mirada de Catalina se posó sobre las inconsistencias y cada vez le fue más fácil comprender que una gran ficción se alzaba frente a sus ojos. Eso para comenzar. Todavía le quedaba confirmar si no se enfrentaba directamente a una traición. A un golpe de palacio.

La primera salida de Simferopol fue a la ciudad de Karasubazar (ahora llamada Belogorsk), la capital anterior. Estaba a unos treinta kilómetros de distancia y en el camino no hubo mayores distracciones. Al entrar a la ciudad, Catalina volvió a tener la profunda sensación de contrastes incongeniables. Muestras varias de súbita renovación se esparcían sin vergüenza sobre una inocultable mole de pesadumbre. La tristeza reinante, de fondo, se proyectaba como irreversible. Por supuesto, las pinceladas de brillo en la tela demasiado negra podían explicarse como la natural consecuencia de un esperable renacer tras el largo período de guerra. De hecho, era la explicación que siempre esgrimía Potemkin, de una forma u otra, para justificar el desastre, pero sobre todo para resaltar los atisbos de esperanza con que intentaba impregnar el ánimo de la comitiva. Sin embargo, hay muchas formas de interpretar un claroscuro y este, para la emperatriz, era sin dudas de otro tipo. Lo percibía más superficial, más efímero, en esencia menos auténtico.

La residencia oficial de Karasubazar conservaba aún cierta dignidad, aunque se la percibía todavía desacostumbrada al funcionamiento. Al entrar en sus amplios salones, los olores a guardado y a desinfectante se presentaron todavía en batalla. El mobiliario estaba dispuesto de un modo teórico. El antiguo personal de servicio, reincorporado de emergencia, se mostraba temeroso y falto de reflejos. Catalina volvió a sentir que todo se había organizado contrarreloj, pero en esta ocasión le pareció comprensible.

Ya establecida en su cuarto, con cierto tiempo disponible para sí misma, Catalina volvió a reflexionar sobre las anormalidades que había estado presenciando. Ya los primeros razonamientos la condujeron a Potemkin. ¿Por qué hacía esto? ¿Era un esfuerzo noble, un engaño circunstancial o una traición de largo alcance? ¿Iba tal accionar dirigido a ella, a los embajadores o a todos? ¿Hasta qué punto podía seguir confiando en su mano derecha y amante? Como emperatriz de Rusia, no podía permitirse la comodidad de la confianza ciega. Tal vez como descanso, buscó una explicación positiva de los hechos que, en ese punto de la historia, la atormentaban. Postuló — y quiso creer — que Potemkin, su amado, buscaba generar una impresión positiva, tanto ante ella como ante los embajadores. Aunque no aprobara los medios, deseó convencerse de que era buena la iniciativa de abrir una hendija de luz y esperanza hacia el futuro. Para el pueblo con la visita de la comitiva y para la comitiva con los primeros esbozos de la reconstrucción, aunque fuera ficticia. Supuso que él hubiera deseado compartirle el plan, pero de ese modo ella habría quedado implicada ante los embajadores; es decir, ella lo hubiera rechazado. De algún modo, quiso concluir que su mano derecha se estaba sacrificando, asumiendo el rol de fusible en el caso de que el plan fallara. Pero no pudo. El accionar de Potemkin era imperdonable. El plan todavía le parecía muy torpe como para ser de su autoría, pero también era cierto que siempre resultaba más difícil reconocer las propias torpezas y las de nuestros amados. La realidad objetiva era que, más allá de las eventuales buenas intenciones, la exposición era ineludible. ¿Qué clase de soberana tiene una mano derecha actuando a sus espaldas y, para colmo, con semejante torpeza?

Envuelta en esos interrogantes, Catalina continuó con el viaje hacia el Este. Los días que siguieron, visitó Sudak, Koktebel, Feodosia (que los otomanos llamaban Kefe), Berejove y Batal’ne. Atenta a las incongruencias, las fue colectando para completar el rompecabezas de una explicación. Con esas piezas sueltas fue construyendo un sentido imaginario, como quien pinta en la oscuridad entre chispazos de luz, completando los vacíos restantes con la agudeza de su inteligencia. Tras la paciente ejecución de este procedimiento, encontró a Potemkin inocente del pecado de traición, pero no del de torpeza. Su decepción no fue menor por ello.

La comitiva llegó por fin a la ciudad de Kerch, una de las más antiguas de Crimea. Era el destino final de la sub-travesía hacia el Este; de hecho, era el punto poblado más oriental de la península. Estuvieron allí varios días. La ceremonia principal tuvo lugar frente al Fuerte de Yeni-Kale, también construido por los otomanos. La vista hacia la Bahía de Taman era imponente. Al otro lado, podía verse el territorio aún ocupado por los otomanos. Con ese escenario a sus espaldas, Catalina volvió a homenajear a los caídos y buscó impresionar a los presentes, tanto locales como embajadores, con grandes palabras sobre la nueva gran Rusia que ya estaba en marcha.

De regreso en Kerch, Catalina dedicó los días de descanso a caminar de incógnito por la ciudad. Comunicó la decisión a Potemkin con pretendida ingenuidad. Con inocultable nerviosismo, su mano derecha buscó desalentarla con interminables objeciones disfrazadas de protección. El peligro de la exposición, los opositores, los posibles infiltrados otomanos. La emperatriz sonrió para sus adentros y desestimó las recomendaciones.

Las caminatas de Catalina comenzaban a media mañana, cuando la mayoría de la gente ya estaba en la calle. Si bien salía sola, con ropajes plebeyos, a prudente distancia dos miembros de la guardia personal la vigilaban con su consentimiento para garantizar que no hubiera imprevistos. Potemkin no la acompañó ni un solo día, no solo porque tenía asuntos más urgentes que atender, sino porque ella se lo había prohibido expresamente.

Por las calles soleadas de Kerch, Catalina pudo reconocer las peculiaridades que daban a la ciudad un cierto sabor mediterráneo. Quizás se debía a los colonos griegos que la habían fundado en tiempos de Jenofonte con el nombre de Panticapea o, con mayor probabilidad, a la influencia de los genoveses que controlaban el área antes de la llegada de los otomanos. Más importante todavía, a efectos de sus necesidades inmediatas, la emperatriz pudo reconocer a un hombre que ya había visto en al menos dos ocasiones del trayecto, con algunos cambios de apariencia, haciendo el papel de local entusiasta. Con discreción, se detuvo e indicó a sus guardias que se acercaran. Les señaló al hombre en cuestión y les ordenó capturarlo en el transcurso del día. También les indicó que al día siguiente, a esa misma hora, debían conducirla a un lugar de máxima privacidad para interrogar al capturado poblador de múltiples ciudades. Debían arbitrarse los medios necesarios para que ella pudiera obtener las respuestas que buscaba.

La noche pasó y, en efecto, Catalina fue conducida a una pequeña casa en las afueras de la ciudad. Entró. El hombre permanecía atado a una silla. Había sido golpeado y temblaba de pavor. Respondió con pasión cada una de las preguntas de la emperatriz y, luego de cada respuesta, rogó por piedad. La emperatriz prometió perdonarle la vida bajo la condición de que regresara a cumplir su papel actoral sin que nadie se anoticiara de lo que acababa de ocurrir. A juzgar por la rutinaria continuidad de la fantasía, el hombre cumplió con su palabra.

Con sus teorías confirmadas, la preocupación de Catalina se movió hacia los embajadores. ¿Se habían dado cuenta, como ella, de la teatralización de la vida crimeana? En ese caso, ¿cuáles serían las consecuencias? Si la consideraban parte del engaño, ¿se sentirían también engañados? Si no, ¿la considerarían una incapaz por haber sido tanto o más engañada que ellos?

Catalina estaba decidida a contestar esas preguntas. Suspendió las caminatas por la ciudad y limitó los encuentros sociales a pasar tiempo con los embajadores. De muchas maneras, sutiles y oblicuas, los condujo a una única pregunta: ¿qué hubieran hecho ellos, siendo emperadores, de haberse sentido engañados por un embajador? La respuesta fue unánime, natural y primitiva: lo hubieran ejecutado. La naturalidad en las respuestas, pero sobre todo la falta de sofisticación diplomática en la respuesta, le dio cierta tranquilidad a la emperatriz. Creyó con ello asegurarse de que los embajadores no eran parte del complot. ¿Pero estaban al tanto del engaño? ¿Buscaban una fractura definitiva entre ella y Potemkin?

Ya más calmada, Catalina retomó las caminatas por la ciudad, pero esta vez junto a los embajadores. De a uno, los interrogó sobre sus impresiones de la ciudad. Los inquirió sobre si las nuevas obras no eran demasiado audaces, si esa pintura siempre fresca no era vergonzosa o si los pobladores no eran harto variopintos. Ninguno parecía encontrar algo especial digno de mención. O tal vez, por ser extranjeros, era la totalidad la que les resultaba especial. Aquello que a Catalina le parecía bochornosamente llamativo se perdía para ellos en un mar de llamatividad.

Ya no quedaban demasiadas opciones. O los embajadores eran demasiado elementales como para detectar las anomalías o eran los suficientemente astutos como para comprender, tras haberse percatado de las mismas, que ella estaba buscando culpables para hacerlos pagar. Ambas posibilidades la tranquilizaban.

A Catalina solo le quedaba resolver si enfrentaría o no a Potemkin. Quería hacerlo. Estaba despechada. Su deseo más ferviente hubiera sido convocarlo en su despacho de la residencia, antes de partir hacia el Sur crimeano. La conversación sería la de dos personalidades de Estado. Ella se mantendría de pie y le ordenaría reciprocidad. El amor que los unía quedaría a un lado. Enfurecida, lo conminaría a escuchar muy bien lo que iba a decirle, porque lo diría una sola vez. Le diría que lo sabía todo. Le señalaría el peligro al que “su interminable estupidez, solo comparable a la extensión de Siberia” los había expuesto. Le haría saber que, en consecuencia, “no había más remedio que seguir adelante con el pordiosero circo que había montado, con él como payaso principal de la obra”, pero que sería “sin agregar ni quitar ni un mediocre número”. El engaño continuaría con la misma “penosa implementación, digna del peor de los siervos de toda Rusia”, de modo que los eventuales cambios no produjeran “todavía más merecidos cuestionamientos”. Ella continuaría jugando “su juego infantil” con el único propósito de “proteger la gloriosa Historia Rusa de sus humillantes intervenciones”. La emperatriz daría por terminada la reprimenda, señalaría la puerta con un dedo feroz y, dando media vuelta, le daría la espalda a su mano derecha, tal vez para siempre. Potemkin bajaría la cabeza, daría su propia media vuelta y se marcharía.

Sin embargo, nada de eso ocurrió. Catalina no permitió que sus deseos más personales se interpusieran en el camino de lo más conveniente para Rusia. Cualquier reprimenda sobre Potemkin hubiera corrido el riesgo de alterar la frágil organización del espectáculo y, con ello, provocar un desplome de consecuencias imprevisibles.

Aunque sin aleccionar a Potemkin, Catalina decidió seguir el curso de acción que había imaginado. Ya de gira por el Sur, nadie supo que una enorme amargura la invadía por dentro. A pesar de todo, se mostró maravillada cuando Potemkin le presentó el nuevo puerto de Sebastopol, fundado por él mismo, y le expuso los grandes planes que tenía para esa naciente ciudad que, en su visión, se convertiría en la más importante de Crimea. Además, visitaron Alushta y Yalta. Idéntica farsa acompañó a la comitiva en su regreso a la capital, Simferopol. Y también en la última gira por el Oeste que, luego de visitar Yevpatoriya, Chornomors’ke, Sterehusche y Krasnoperekopsk, los devolvió al mismo punto de entrada, la Muralla de Perekop, ahora convertido en salida de Crimea.

En total, el viaje duró casi seis meses. Durante ese tiempo, las mismas extrañezas sucediéndose con natural regularidad terminaron por convertirse en algo parecido a la normalidad, en especial para los embajadores. Al final del trayecto, lo extraordinario hubiera sido la realidad. Esa que ocurría en el resto de Crimea, fuera de la pequeña burbuja donde se desenvolvía la comitiva.

Ya de regreso en Moscú, Catalina se permitió un regreso genuino a Potemkin, tanto en la intimidad como en la política. Nunca mencionó lo acontecido en Crimea, pero sí se aseguró de que algo como aquello no volviera a suceder nunca, refiriendo apócrifas historias similares que terminaban en desgracia. Como el eficaz animal político que era, Catalina actuó el olvido y se concentró en las interminables oportunidades que veía disponibles en el futuro.

Con el correr de los meses, la historia de los pueblos de Potemkin fue creciendo en las tertulias de la nobleza zarista. Catalina y Potemkin la negaron hasta sus últimos días. La historia se expandió como las fronteras del Imperio y se fue deformando de boca en boca hasta el punto de volverse irreconocible en las minucias. Pero la esencia se mantuvo lo suficientemente fuerte como para llegar hasta el día de hoy.

En la actualidad, personas de las más variadas condiciones hablan de falsificaciones, de engaños y de embaucadores, etiquetándolos con el adjetivo de Potemkin. En el ámbito judicial, se dice que “las declaraciones juradas son el pueblo Potemkin de la creciente litigiosidad”. En el ámbito ecológico, se denuncia que “las talas extensas se aíslan del escrutinio público con un bosque de Potemkin, esto es, una delgada ilusión de bosque de unos seis árboles de profundidad”. En el Viejo Oeste estadounidense, se llamaba “frente Potemkin a la falsa cara del pueblo que se usaba para crear la ilusión de riqueza en la nueva ciudad fronteriza”. A los pintorescos pueblos construidos con fines turísticos, se los llama “plazas comerciales de Potemkin”.

En todos los casos, las definiciones dan por sentado el efecto unilateral del fenómeno y archivan el asunto. Nadie contempla en el balance la intencional ingenuidad de los supuestos estafados. Nadie se pregunta si estos, por mera comodidad, compasión o provecho, eligen a conciencia creer en lo que ven. Nadie se acuerda, en una palabra, de los catalinos.

Por una mínima distancia de tres mil palabras, casi se pierde en las curvas de la historia el comportamiento de Catalina, esto es, cómo le opuso la fachada de su credulidad a la fachada de los pueblos que Potemkin había levantado. Casi se olvida que los engaños, por pura y calculada conveniencia, aquella vez se espejaron.

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Juan Manuel Guerrera

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