Atrapado en el Palacio de los Vientos

Juan Manuel Guerrera
10 min readOct 3, 2023

La llegada a Jaipur, la ciudad rosa, fue una bocanada de aire fresco. Es un decir, ya que el aire estaba tan contaminado como en Agra o en Delhi, pero en algunos otros aspectos también básicos la ciudad ofrecía una cuota mayor de civilización. Existía el concepto de vereda, especialmente en los mercados que constituían el corazón de la ciudad. Lo mismo sucedía con la basura. La ciudad se veía más limpia y la mejor comprobación era ver a los comerciantes, por la mañana, limpiando los frentes de sus locales. Por último, la calle ofrecía algunos destellos de organización mediante rotondas y oficiales que, aunque casi en vano, intentaban organizar el tránsito.

No era difícil percibir que el comercio representaba un vector ordenador y una fuente de progreso para la ciudad. No solo era deseable que los mercados fueran disfrutables para los compradores, sino que el dinero que dejaban las actividades mercantiles se veía reflejado en la ciudad, ya fuera en obras de infraestructura, mantenimiento o limpieza.

Los mercados no solo tenían veredas, sino que eran directamente paseos, es decir, el espacio para caminar estaba constituido por galerías techadas separadas de la calle mediante columnas que, además de proveer un espacio para caminar, permitían a los caminantes protegerse del sol y la (improbable) lluvia. La efervescencia del lugar era impresionante. Decenas de miles de personas se acercaban a los mercados de Jaipur desde las más diversas regiones de la India.

Mi primera mañana en la ciudad decidí disfrutar de esta novedad y me dispuse a caminar por los paseos del mercado hasta llegar a una de las atracciones principales de la ciudad, el Hawa Mahal, también conocido como el Palacio de los Vientos. El palacio había sido construido hacía poco más de doscientos años por un poderoso majará con el objetivo de extender la zenana, es decir, la residencia del harén. El edificio, con sus decenas de pequeñas ventanas permitía a las mujeres reales contemplar el espacio público sin ser vistas. Las ventanas, además, facilitaban la circulación del aire para acondicionar el palacio y era ese viento el que daba nombre al lugar.

Llegué al pie del palacio. Era tan imponente en la realidad como lo retrataban las crónicas. El sol no le daba completamente de frente, pero sí lo suficiente como para realzar el color rosado. Frente al edificio, una densa caravana de vehículos transitaba una ancha avenida de doble mano de la cual emanaba una poco musical sinfonía de bocinas. Del otro lado, también se levantaban algunos edificios de cuatro o cinco pisos. Y dos de ellos tenían cafés en las terrazas. Eran los famosos rooftop cafes.

Crucé la calle entre los autos de la única forma posible, mostrando la palma a los conductores para pasar frente a ellos sin esperar. Llegué del otro lado y elegí uno de los cafés al azar. Subí las escaleras y arriba de todo un hombre me dio la bienvenida, sin que yo le dijera palabra. “Hola”, me dijo en español. Un poco sorprendido, le devolví el saludo y me dejé conducir hasta la terraza. Mientras, el hombre me contó que había vivido en Buenos Aires durante un año, hacía tres décadas, y que era capaz de reconocer a un porteño con tan solo verlo. Lo miré bien. El hombre de dientes destrozados emanaba una gran comprensión desde sus ojos. No supe qué contestarle. Al llegar a la terraza, por fortuna, la mejor mesa se estaba desocupando y pude sentarme allí. “El mejor lugar para mis amigos argentinos”, sonrió el indio, sin dudas satisfecho de poder pronunciar esas palabras.

Desde ese lugar, la vista del Palacio de los Vientos era espectacular. También era posible ver el río de autos delante y el resto del palacio detrás. Ordené mi desayuno. El café con leche y las tostadas llegaron muy rápido, como correspondía a un negocio turístico rentable donde es necesario rotar a las personas. Mientras disfrutaba el desayuno, contemplé el palacio. No fue tanto la gran arquitectura rajput lo que más me llamó la atención, sino la escena que se desenvolvía sobre una de las torres que oficiaban como extremo derecho del palacio.

En la parte superior de la torre, en el anteúltimo piso, había una abertura con ventanales abiertos hacia todas las direcciones. Cada dirección tenía tres ventanales y cada ventanal tenía una baranda de protección. Desde el ventanal central que daba a la calle, colgaba una escalera de unos diez metros, hecha a mano, que primero me pareció de soga pero, luego de observar su relativa rigidez, concluí que era de caña, o mejor todavía, de soga y de caña para fijarla. La escalera estaba atada a los separadores de los tres ventanales, en este caso sí con un par de sogas. A la mitad de la escalera de caña, un hombre muy flaco con jeans y camisa manga corta pintaba el edificio. Estaba sentado en uno de los peldaños de la escalera, sin más seguridad que un casco suelto. La pintura la tomaba de un balde que colgaba a su lado. Al balde lo sostenía una soga que iba hasta el ventanal derecho de la abertura superior. Y a la soga la sostenía una señora que permanecía inmóvil y tenía el pelo cubierto.

La imagen era absurda. Sugería que ese hombre solo, con la única ayuda de la mujer y la escalera de caña, tenía a su cargo pintar la totalidad del palacio. No le faltaba poco, pero tampoco tenía ninguna clase de apuro. No era difícil estimar que, para cuando terminara, iba a tener que comenzar de nuevo.

Busqué a mi alrededor alguna complicidad y, en efecto, un hombre mayor miraba al pintor con unos voluminosos binoculares. Cuando los bajó, me miró. “Awesome”, me dijo. A continuación, el estadounidense justificó los binoculares explicándome que era avistador de aves. Y me los ofreció. Acepté.

Miré al hombre mojando el pincel en el balde y pintando con relativa calma. “¿Qué pensará?”, me pregunté. Luego me enfoqué en la señora de arriba, sosteniendo la soga del balde, incólume. “Dios mío, qué locura”, me repetí una y otra vez. Cuando terminara ese metro cuadrado de pintura, el hombre tendría que moverse un peldaño más abajo, en una maniobra no exenta de riesgo. Y cuando terminara, iba a tener que colgar la escalera de la otra abertura. Y ni así comprendía cómo iba a lograr cubrir toda la superficie de la torre. No pude sino pensar en la famosa historia del chico que recolectaba las estrellas de mar extraviadas en la playa y las devolvía al agua.

Sin mucho más que extraer de la monótona tarea de pintar el palacio, aproveché los binoculares para examinar el resto de la fachada. Desde el hombre, me fui moviendo horizontalmente hacia la izquierda, para repasar las delicadas ornamentaciones de las ventanas. Pero algo inesperado sucedió cuando llegué a la mitad del palacio.

Desde una de las pequeñas ventanas, apenas asomados detrás de una cortina verde y de un velo del mismo color, me observaban nítidos un par de ojos negros. Quité los ojos de los binoculares e intenté identificar la ventana. Solo pude advertir una cierta irregularidad en la cortina. Volví a enfocar los binoculares y me encontré otra vez con los ojos negros. No había dudas de que me estaban observando.

Extrañado, dejé los binoculares y los devolví al dueño. Me quedé reflexionando, mientras en un lejano segundo plano escuchaba sin comprender las palabras en inglés del birdwatcher. Cuando volví al plano de la conciencia, miré a mi interlocutor, le sonreí y me levanté para ir a la caja a pagar la cuenta.

Bajé las escaleras empinadas del edificio y salí a la calle. Desde la vereda de enfrente, miré la magnanimidad del palacio y traté de identificar la ventana misteriosa. Solo pude ver una cortina, pero me pareció que se movía. Conté los pisos y las ventanas una vez más.

Crucé la calle entre los autos, pisé la vereda del palacio y me dirigí a la entrada. Pagué el ticket y, ya dentro, seguí los carteles señaladores que llevaban a las escaleras. Subí hasta el piso que había memorizado y solo encontré una puerta que decía “No entrar”. Me detuve y simulé consultar mi teléfono mientras dejaba que otros turistas me pasaran por detrás. Cuando me sentí solo, abrí la puerta y accedí a un gran espacio abierto. No había nadie. Hacia mi izquierda, del lado del edificio que daba a la calle, había una extensa pared con dos puertas, una en cada uno de los extremos.

Abrí la que estaba más cerca y accedí a un gran salón, más largo que ancho, en cuya otra pared larga se sucedían todas las pequeñas ventanas que daban a la calle. Justo junto a la ventana misteriosa que yo había identificado desde afuera, había una mujer parada que giró hacia mí y me miró sobresaltada.

La mujer estaba completamente cubierta por exóticos ropajes que proyectaban una gran calidad. Con una de sus manos se cubría la cara con el velo. Yo solo podía verle los ojos. Mientras la miraba, atravesé la puerta y di un par de pasos dentro del salón. Supongo que fue el viento el que, detrás de mí, cerró la puerta con violencia.

La mujer, alterada, me dijo unas palabras ininteligibles. Años después, a fuerza de fatigar mi memoria y a varios expertos en lenguas indias, llegué a la imprecisa conclusión de que se había dirigido a mí en rajasthani y que me había dicho: “Usted no puede estar aquí, el maharajá llegará pronto.”

Eso fue lo único que la mujer dijo. Inmediatamente después, corrió hacia la segunda puerta del salón, salió y cerró la puerta tras de sí.

Quedé solo, un poco confundido. Miré a mi alrededor y me pareció lo más natural del mundo asomarme por las ventanas. Y allí sucedió lo fantástico. Tan increíble fue lo que vi por las ventanas que di un salto hacia atrás, como si mi comprensión hubiera rebotado contra una realidad demasiado difícil de digerir. Volví a asomarme con gran cautela y pude ver con mis propios ojos la India del pasado.

Era Jaipur. También con posterioridad estimé que era la ciudad de los años aledaños a 1820, la del Palacio de los Vientos recién construido. La escena era esencialmente la misma que la actual, pero de otra época. El tráfico era intenso, pero no había automóviles ni bocinas, sino carretas y animales de tiro. Los comercios de tela eran sorprendemente similares, pero en cambio pude ver más artesanos en la vía pública, construyendo toda clase de elementos prácticos. A simple vista, pude ver un zapatero, un herrero y un alfarero. En una de las esquinas, había un músico que tocaba un instrumento extrañísimo que me recordaba a una cítara, pero más grande y rudimentaria. A lo largo de la ejecución, el artista iba intercalando una especie de recitado a viva voz.

Asombrado, pero también preocupado, me despegué del espectáculo de las ventanas y me volví hacia la pared de las salidas. Miré las dos puertas cerradas. Fui hacia la segunda, aquella que la mujer había utilizado para salir. Intenté abrirla, pero no pude. Caminé entonces hasta la otra, aquella por la que yo había entrado, pero también estaba cerrada con llave.

Insulté. Me pregunté qué hacer, pero no tuve tiempo de ensayar respuestas. Alguien golpeaba la segunda puerta. Volví a ella e intenté abrirla sin éxito. Entonces escuché una voz que, en perfecto inglés, me decía lo siguiente: “Por razones que exceden las posibilidades del lenguaje, usted ha sido bendecido con la rara posibilidad de presenciar el pasado. No es un regalo, sino un servicio, y como tal debe ser recompensado. Dada su excepcionalidad, no es posible ofrecerlo en condiciones normales de voluntariedad. Y por lo tanto, tampoco son normales las condiciones para su cobranza. Usted debe pagarnos la módica suma de tantas rupias en el transcurso de los próximos quince minutos. De no hacerlo, no solo quedará atrapado en esa sala, sino también en el pasado. Y créame que al maharajá no le agradará eso.”

No dije palabra. Caminé hasta la ventana para volver a contemplar el pasado mientras decidía qué hacer. Si iba a pagar por este servicio obligatorio, al menos iba a utilizarlo hasta el final.

Mientras miraba por la ventana, sentí una particular mezcla de sensaciones. Por un lado, el alivio de tener una solución disponible para salir del encierro. Por otro, una gran impotencia, ya que por más extraordinaria que fuera la posibilidad de presenciar el pasado, nunca resultaba agradable hacerlo bajo el paraguas de la extorsión. ¿Acaso podían obligarlo a uno a la maravillosa oportunidad de asomarse a otro tiempo? ¿Podían obligarlo a uno a la fortuna, al amor, a la felicidad?

La suma que la voz extorsionadora me exigía no era modesta, a menos que uno la comparara con la alternativa de quedar encerrado en el pasado. Suponiendo, claro, que eso fuera cierto, incógnita que no tenía ningún interés en poner a prueba. Tantas veces había derrochado mi dinero por mucho menos. Decidí aceptar mi derrota. Pagaría.

Antes de que el tiempo se cumpliese, fui hasta la segunda puerta. Pude sentir la paciente presencia de la voz del otro lado de la puerta. Tomé todo el dinero que tenía en el bolsillo y lo conté. “Es todo lo que tengo”, dije mientras lo pasaba por debajo de la puerta. La respuesta fue un tirón del dinero. El silencio sepulcral posterior solo fue interrumpido por un par de golpes en la otra puerta.

Caminé hasta la primera puerta y pude abrirla sin problemas. Salí al espacio abierto y miré en todas las direcciones. No había nadie. Supongo que fue el viento, otra vez, el que cerró la puerta con violencia detrás de mí. Volví para tratar de abrirla pero ya no era posible.

Apuré mi salida del palacio. Cuesta abajo por las escaleras, volví a encontrarme con las mismas caras aleatorias de los turistas y volví a sentir el ruido de las bocinas en la calle. Cuando salí, todo era presente, el mismo que yo había dejado hacía menos de media hora.

Crucé la calle y miré el palacio desde enfrente. Intenté identificar la ventana desde la cual los ojos chispeantes me habían atraído, pero no pude ver nada especial. La cortina ondulante ya no se movía.

El viaje siguió hasta el final, sin que yo pudiera dejar de pensar ni un día en lo acontecido. De regreso en Buenos Aires, conté esta historia decenas de veces, ante el escepticismo o directamente el desinterés de las más diversas personas. La respuesta más reiterada que obtuve — una elegante forma de sacarse el tema de encima — fue la firme recomendación de escribirla cuanto antes.

Resignado, tal vez un poco triste, eso mismo fue lo que hice.

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Juan Manuel Guerrera

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