Algo salva a Andrés Vetcher

Juan Manuel Guerrera
7 min readDec 11, 2022

Estaba en Delhi. Ese día también había salido a conocer lugares nuevos. Lo diferente sucedió cuando regresé al hotel, por la tarde. El recepcionista me informó que una persona había venido a buscarme. “Imposible”, me dije. Casi nadie sabía que estaba en India, menos en qué ciudad y mucho menos dónde me hospedaba.

Repleto de escepticismo, tomé el papel que la mano del recepcionista me extendía y leí lo siguiente: “Andrés Vetcher, el hijo de Chiquita, la amiga de tu tía Julia”. A continuación, había una dirección. Pensé un momento. Tuve que remontarme a mi infancia, veinticinco años atrás, para recordar a Andrés. Nunca había sabido su apellido y apenas lo conocía como persona. Solo coincidíamos, a veces, en los cumpleaños de mi tía Julia. Era un poco más grande que yo, algo seseoso y no me caía mal. Eso era lo que recordaba. ¿Por qué esta persona me contactaba? ¿Cómo sabía dónde estaba? ¿Qué hacía en Delhi?

Lo primero que hice fue pensar en las posibles estafas que podían estar gestándose a mi alrededor. A esta altura de mi estadía en India, creía conocerlas todas. Además, una estafa que comenzaba de esta forma me parecía demasiado sofisticada. Si no comprendía cómo Andrés podía haberme encontrado, mucho menos podía imaginar cómo un indio se enteraría de que un cuarto de siglo antes, en Buenos Aires, yo había conocido a Andrés.

Tomé la dirección del papel y la contrasté con el mapa. Parecía ser un hotel, en la zona del Main Bazar, no lejos de la estación de trenes. Yo estaba en la parte vieja de la ciudad, un tanto alejado, y de ningún modo tenía intenciones de moverme hasta ahí para averiguar si Andrés estaba o no. O por qué quería contactarme. O cómo me había encontrado. La verdad es que nada de esto me interesaba.

Sentado en la cama de mi hotel, di el asunto por terminado. Me desvestí y fui a darme un baño. Lo hice al estilo indio, utilizando el balde grande y el balde pequeño. Mientras me enjabonaba, miré las pequeñas cucarachas circulando por las paredes del baño. Diría que ya me había resignado a convivir con ellas. El baño hizo bajar el cansancio, así que decidí cenar en el restaurante del hotel. Al entrar, me debatí entre el ruidoso balcón que daba a la calle y el ruidoso interior donde sonaba la música local. Elegí el balcón. Pedí un paneer butter masala, estaba exquisito. Después de comer, me fumé un cigarrillo mientras trataba de recordar más detalles sobre Andrés. De regreso en la habitación, me acosté y me dormí de inmediato.

Cuando desperté a la mañana siguiente, miré el teléfono. Por las ocho horas y media de diferencia horaria, tenía muchos mensajes de Argentina. Sin embargo, el que más llamó mi atención fue uno local. Era de mi amigo Mariano, él vivía en Delhi desde hacía varios años. El mensaje había sido enviado una hora antes y decía: “Hace un rato vino un tal Andrés Vetcher, argentino, preguntando por vos. No sé cómo consiguió mi dirección o que somos amigos. Yo no le dije nada concreto. Me dijo que se iba a tomar el tren a Agra. Muy raro.”

Volví a reflexionar. Si lo de ayer había sido extraño, esto lo era mucho más. A un nivel mental, era inobjetable que el caso no tenía por qué interesarme. ¿Qué me importaba Andrés Vetcher en cualquiera de sus manifestaciones? Pero a un nivel más profundo, inaccesible, la aparición de este personaje de la infancia se iba instalando con fuerza dentro de mí. No puedo afirmar con claridad si era curiosidad, preocupación o algún otro sentimiento inasible.

Con espontaneidad desconocida, le escribí a mi amigo Mariano: “Si paso por tu casa ahora, ¿me acompañás a la estación a buscarlo?”. Tan solo un par de minutos después, me respondió: “Sí, dale”.

Así como estaba, salí del hotel y me zambullí en el caos de la ciudad. Casi a los gritos, negocié el precio con el conductor de un tuc tuc y salimos a fuerza de bocinazos hacia lo de Mariano.

Mi amigo vivía en un complejo de viviendas semicerrado, cerca de la estación de trenes, no lejos de la dirección indicada por Andrés Vetcher. La única entrada tenía un puesto de seguridad. Cuando llegamos, le pedí al conductor que me esperara un momento. Bajé y me presenté ante el guardia. Ya me conocía, así que pude pasar sin inconvenientes. Caminé hasta la casa de Mariano. Golpeé la puerta, pero no hubo respuesta. Golpeé otra vez, silencio. Lo llamé por teléfono, nada. Muy extraño. Quizás porque no había demasiado tiempo, volví a hacer algo inesperado: abrí la puerta. Estaba sin llave. Me anuncié en voz alta, sin que nadie me respondiera. Entré y revisé los ambientes. No había nadie.

Volví a la entrada y miré el ambiente principal. Una mochila blanca fue lo que más llamó mi atención. Tuve la extraña certeza de que la mochila representaba el papel de Mariano en esta historia. Sin revisarla, la tomé y salí de la casa. Ya afuera, sin pensarlo, corrí hasta el tuc tuc. “A la estación de trenes”, le ordené con inexplicable urgencia.

Llegamos a la entrada principal de la estación, justo frente al nacimiento del Main Bazar. El ruido de las bocinas era ensordecedor. Me bajé del tuc tuc y le pagué sin esperar el vuelto. Crucé entre los autos, mostrando la palma de la mano para que me dejaran pasar. En la entrada, los cargueros de valijas se amontonaban ofreciendo sus servicios. Vestían uniforme rojo y agitaban unas fajas blancas. Una vez contratados, cargaban las valijas del cliente en la cabeza y las llevaban hasta la puerta del tren, atravesando pasajeros, escaleras y puentes. “Qué país…”, pensé.

Llegué al edificio principal y, en él, a la pizarra de trenes salientes. Solo había uno anunciado a Agra y partía en pocos minutos. Era el andén ocho. Atravesé los controles de seguridad a los empujones y subí al puente peatonal desde donde los pasajeros bajaban a los andenes.

En el primer tramo de ese puente, pude identificar al scammer que desviaba turistas extranjeros. Él también me reconoció y me sonrió con sorna. Lo amenacé sin tiempo, de compromiso, y seguí adelante mientras pude. Atascado en la multitud, miré el corto horizonte de Delhi, arruinado por una abrumadora densidad de smog. Vivir un día en Delhi equivalía a fumar un atado de cigarrillos.

Cuando por fin llegué al andén ocho, bajé los escalones de a dos y, con el tren en movimiento, logré subirme al último de los vagones. Al borde del ahogo, me tomé un minuto para recuperarme.

El tren era interminable. Recorrí con paciencia la tercera clase, la segunda clase, los sleepers. Andrés Vetcher no estaba, aunque tampoco esperaba encontrarlo en los sectores populares del tren. Llegué a la zona de aire acondicionado y agucé mis sentidos. Recorrí sin éxito los CC. El guarda no se atrevió a interrogarme cuando, al pasar a su lado, lo saludé con seguridad. Llegando al final de la clase, el tren arribó a la ciudad de Matura. Con el tren detenido, pasé a examinar los 3AC, el sector menos exclusivo de los coches-cama. Esto me demandó más tiempo, ya que el aire acondicionado estaba muy fuerte y varios pasajeros dormían tapados.

Luego de una quincena de minutos, noté que el tren no reanudaba la marcha. Miré el teléfono, tenía un par de llamadas perdidas de mi amigo Mariano. Me acerqué a las ventanas sucias y pude ver, más adelante, un tumulto de gente en el andén. Algo íntimo, misterioso, me hizo saber que había encontrado a Andrés Vetcher.

Abandoné la búsqueda en el tren y salí por el extremo del vagón hacia el andén. Troté hasta el amontonamiento y, en el medio, lo vi. Un Andrés Vetcher envejecido, desalineado y excedido de peso, yacía en el suelo. Estaba muy blanco y transpirado, inmóvil, con la mirada perdida. Dos hombres lo asistían, mientras la muchedumbre miraba expectante. “¡Andrés!”, grité como si lo conociera, como si me importara. Los espectadores intentaron impedirme el paso, mientras me pedían mantener la calma. Los hombres junto a Andrés eran médicos y estaban haciendo su trabajo.

Ignoré las advertencias y, entre forcejeos, logré acercarme a los médicos. Los interrogué con vehemencia, exigí saber qué estaba pasando. Me explicaron que Andrés estaba en shock, pero no podían hacer nada hasta que las medicinas apropiadas llegaran. No había más alternativa que esperar a la ambulancia.

Como un reflejo, me saqué la mochila blanca y la apoyé con fuerza en el torso de uno de los médicos. “Hagan algo”, les exigí. Los médicos se miraron por un instante, tomaron la mochila y la abrieron. Estaba repleta de medicamentos, jeringas y otros elementos que yo desconocía. Buscaron en ella y tomaron uno de los preparados. Lo cargaron en una jeringa y la aplicaron en el brazo derecho de Andrés.

Como un renacido, como un verdadero retornado del mundo de los muertos, Andrés abrió los ojos al máximo y aspiró con desesperación una bocanada de contaminado pero bendito aire indio. Tardó unos minutos en comprender dónde estaba y por qué. Mientras intentaba asimilar la escena que lo rodeaba, me miró un par de veces, aunque no sé si llegó a reconocerme. La ambulancia llegó y los enfermeros se sumaron a la asistencia. Cuando me aseguré de que Andrés sobreviviría, me fui lo más rápido que pude. Almorcé en las cercanías de la estación de Matura y, más tarde, me tomé un tren de regreso a Delhi.

Andrés Vetcher nunca volvió a contactarme.

No sé bien por qué sucedió todo esto. Pero así, exactamente, fue cómo sucedió.

--

--

Juan Manuel Guerrera

Los escritos de este blog están protegidos! Para descargar mis libros, gratis, visitá mi sitio web http://www.jmguerrera.com.ar